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Entre Hipócrates y Paracelso, cabalga glorioso por los cielos un matasanos testarudo en su empeño visionario de dejarnos a todos con el culo al aire. ... Se llama Manuel Lozano Teruel y nos ha dejado a los 73 años, sin aviso previo, fiel a su legendaria inclinación por la sorpresa.
Ave Doctor Lozano. Médico, internista, gastroenterólogo, ex director médico de La Arrixaca, jefe de la clínica Endoscopias Murcia. Pocos como él para iluminar los misterios del alma y de la tripa con la tecnología del tubo y la luciérnaga. Habitante nómada del corazón de las sierras de Moratalla, fiel amante de su Encarna, hermano, padre, vecino, compañero y tan querido. Tan amigo, tan repleto de aquella ternura silvestre pero rigurosa, como el invierno de su vida.
En el ejercicio de su profesión, no era precisamente un intervencionista. Prefería recomendar dentro de los límites que daban las circunstancias. Es este un arte que requiere un sustrato de lucidez muy especial. Aunque trataba de ocultarlo para no ofender, era un hombre ilustrado, pero tan libre como el primer autodidacta. Se tumbaba siempre en la camilla del paciente y no gustaba de los nombres de las enfermedades, pues pensaba que se habían inventado para confundir a la gente de bien. Creía en la fuerza de los fenómenos que mantienen la vida y preservan la salud y se cuidaba muy mucho de los pronósticos funestos, pues el futuro, bien lo sabía, es una obra en construcción. También pensaba que tratar a los pacientes leves era una equivocación y que convenía dejar hacer a la madre naturaleza.
Buena parte de su rebeldía se manifestaba en su obstinación por mantener su cuerpo incómodo, sujeto a los azares del trabajo físico, entre la paja del burro y los caballos, el pienso de las gallinas y conejos, los aperos de riego y de labranza. Curtido en accidentes, celebraba cada día. Y nunca maldecía por los riesgos de su existencia. Tiempo atrás, una búsqueda de caracoles a punto estuvo de llevárselo por delante. El año anterior, la nieve lo embarrancó en el camino de vuelta a casa y tuvo que caminar largo trecho, quemándose la pierna. Así que, ante las nevadas, había decidido ahora utilizar el viejo tractor. Aquel lunes, después de cumplir en su clínica de Murcia, la máquina se desfiguró cual caballo espantado y Manolo cayó sobre una piedra. La muerte fue súbita y me dice nuestro común amigo Aurelio Luna que no pudo ser consciente.
Me consta que no quería terminar entubado en un cuarto oscuro de hospital. Le quedaba mucha vida, pero supo morir sin dejarse envejecer, como los héroes clásicos, peleando contra los elementos. El destino tuvo la bienaventuranza de hacerlo brotar, crecer y fructificar bajo el techo despejado y amoroso de Flora y de Antonio. Y el destino tuvo la extravagancia de llevárselo a su modo. Para dejarlo sintiendo el aliento de la tierra bajo las hojas muertas.
Hacía muy poco que mi esposa lo había pintado a lomos de su caballo, con aquella gallardía traviesa y montaraz. Le gustaba perderse para encontrar su camino. Y yo siento que se ha perdido para siempre un baluarte de la comunidad, un espíritu jovial y combativo muy necesario para estos tiempos de angustia y de discordia. Ojalá siga luchando por nosotros. Tengo la confesa intención de que mis palabras alcancen sus pobres oídos antes de que Dios lo deje completamente sordo para evitarle los cantos aburridos de las beatas.
Nuestro Manolo no precisaba mucha incitación para reír, pero no piensen que tuvo una vida fácil. Supongo que dejó atrás todos los desengaños mucho antes de caer hacia lo incierto. Ante la ingratitud y la mentira, su venganza fue su regocijo y su exaltación de la amistad. Los dos sabíamos que nos tienen atados y enjaulados: donde no hay coto hay una orilla. Pero para romper los grilletes se requiere pasión por el estudio, devoción por la derrota y amor a la verdad: un amigo nunca te suplicará una mentira, me confesó una vez.
Mientras llega la hora de la reunión definitiva, hay muertes que nos dejan perdidos. A mí me ha costado temblor escribir estas palabras. Porque ahora, para verlo, tengo que cerrar los ojos. Y entonces puedo contemplarlo, en su anochecer frente al suelo, mientras la nieve se renueva tras el silencio de los pájaros. El sabría, como Luis Rosales, que la muerte no interrumpe nada.
Frente a los riscos de la Sierra del Buitre, quiero volver a capturar aquella luz que nos vio hermanados y tranquilos. Cerrar los ojos, regresar, mirar a mi amigo en todo su esplendor, inclinado y humilde ante los niños.
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