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Con las drogas al volante

Hacen falta acciones para enderezar el rumbo con medidas impopulares, pero es una cuestión imperiosa, ante el descomunal número de personas afectadas

Lunes, 17 de febrero 2020, 09:08

Es un serio toque de atención. Otro más, por si no estuviera ya impregnado el ambiente colectivo de una sensación tan penosa. Y es que asusta saber que, en los controles aleatorios de tráfico realizados durante las fiestas navideñas, un cuarenta por ciento de los conductores había consumido drogas. Un porcentaje algo menor -pero igualmente significativo, pese a las recomendaciones- superaba los límites permitidos de alcohol para conducir. Tan contundente evidencia se añade a otra lamentable cuestión, al darse a conocer que casi la mitad de los muertos en accidentes de tráfico, durante el año pasado, habían tomado drogas, alcohol o una combinación de ambos. Esta fría exposición de cifras nos genera en el ánimo una fuerte dosis de pesimismo. Semejante desazón se vería probablemente aumentada, si conociésemos -aunque la suponemos- la edad media de los involucrados, que invita a contemplar el futuro desde una perspectiva poco halagüeña. Son datos incuestionables, de solvente fiabilidad por el hecho de recoger al azar un muestrario significativo de la población. Es lo que hay.

Nos encontramos frente a un complicado escenario, un desafío complejo de solventar, hasta el momento con escasos resultados positivos. Sabido es que de no cortarse de raíz una dinámica tan perversa, la que se basa en el poco afortunado eufemismo de 'yo controlo', en no pocos casos se cae en la adicción a sustancias perjudiciales para la salud individual y, por sus connotaciones, reflejada en el conjunto social. Junto a perseverar en los buenos propósitos, poniendo el acento en las medidas educativas para los más jóvenes, la prevención y continuar en la lucha contra el delito, resulta evidente que se requiere algo más, implicándose con el conjunto de la sociedad de una manera firme. Las advertencias, tenidas por sermones de aguafiestas, parecen encontrar poca receptividad en los destinatarios, a la vista del consumo tan creciente. Son consideradas un sonsonete más por los un tanto saturados ya de mensajes bienintencionados, junto a las resistencias difíciles de doblegar. Véase como ejemplo la permisividad y el descontrol en el consumo de alcohol entre los jóvenes, aunque algún optimista estudio reciente sostenga una mengua del botelleo entre las nuevas generaciones. Deben de habitar en otra galaxia, supongo.

Analizar el fondo del problema de las adicciones a sustancias, nos lleva a especular con generalizaciones tópicas sobre las condiciones sociales de los afectados. De sobra conocidas son las que apuntan, entre tantas otras, a las modas del momento, propiciadas por el relativamente fácil acceso al consumo. Y las actitudes de imitación favorecidas por circunstancias personales, laborales y económicas deficientes, con la falta de perspectivas vitales. O la soledad y el tedio, actual epidemia social, en una amalgama difusa de circunstancias individuales. Si nos adentramos en honduras, vemos que subyace -para caer en la tentación- una falta de amor propio en el sentido socrático de ocuparse de uno mismo. No en el aspecto narcisista de un individualismo irresponsable, exacerbado por la pretensión de triunfar sin esfuerzo, sino de cuidarse para poder ocuparse igualmente del prójimo con el que convivimos.

Se trata de ese amor propio -tenido como una de las más excelsas virtudes de los antiguos-, que exige un esfuerzo cotidiano para cultivar el carácter, estimular la forja de la personalidad que permita responder y afrontar con serenidad las contrariedades que depara la vida a cada instante. Señala Leopardi, en su 'Zibaldone de pensamientos', que la falta de autoestima en las capacidades de cada uno genera un déficit de confianza para, desde este supuesto, realizar nada que sea generoso, ni respecto a uno mismo, ni respecto a los demás. Ligado a este amor propio resplandece otra relevante virtud, la esperanza. Mal podemos ocuparnos de los demás, si carecemos de ella, abrazados a unos placeres fugaces, que solo nos llevan a un instante efímero de impostada felicidad. Hablamos de olvidar mediante recursos cómodos, en lugar de remediar las circunstancias personales desagradables. Aunque, para contrarrestar sus funestas consecuencias, existan multitud de anónimos solidarios, ejerciendo una meritoria labor de ayuda, procurando reducir sus estragos una vez producidos.

Estamos, pues, en un escenario complejo desde múltiples puntos de vista. Si bien con la imperiosa necesidad de actuar sin demora, ante la avalancha de problemas de toda índole que se presume: personal, social, de violencia o en la salud, individual y pública, como lo corroboran las espeluznantes cifras de tráfico, en las que se ven concernidos los implicados y las víctimas inocentes que se cruzan en su camino. De continuar así -y no se vislumbra nada que lo pueda detener-, estas transgresiones acabarán con un final indeseado para el conjunto de la sociedad.

Está por tanto la sociedad ante un contexto imposible de ocultar. Sin eufemismos que valgan, arraigado y bien asentado, difícil de controlar y atajar. Esa lógica inquietud, cada vez que un aldabonazo nos sacude, es necesaria pero no basta. Hacen falta acciones para enderezar el rumbo con medidas impopulares, pero es una cuestión imperiosa, sin demora, ante el descomunal número de personas afectadas. Se diría que la entera sociedad, de manera directa o indirecta. No podemos permanecer impasibles ante la magnitud de los datos conocidos. La importancia del problema lo exige. De no poner coto pronto, no se vislumbra nada bueno. Ni a corto, ni a medio, ni a largo plazo.

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