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No sé si la expresión con que encabezo estas líneas es la adecuada. Pero siento, ante la deriva de declaraciones o gestos que inundan nuestra actualidad, que en la vida se está haciendo demasiado mal teatro. Oímos palabras y frases en el Congreso de los ... Diputados del peor drama rural, asistimos a pateos furibundos ante temas tan complejos como el feminismo o la elección de sexo, movemos coros callejeros con mensajes que van más allá de la razón... Una tragedia para reír o sainete para llorar, que diría Ramón de la Cruz.
Parece como si todo fuera un caos, como si no hubiera habido tiempo peor en nuestra historia reciente, como si hiciera falta instalar la guillotina en la Puerta del Sol, que irónicamente pedía Max Estrella. Y lo malo es que todo esto no es una metáfora.
Quizás no lo sintamos en toda su dureza en provincias, en donde no parece que la sangre llegue al río. De momento. Sin embargo, los medios de comunicación nacionales dan otra impresión. Y no solo ellos: la propia vida capitalina muestra una tensión impropia. Ese Madrid alegre y confiado es un mar de nervios: se detecta hasta en los viajes esporádicos, pero constantes, que he realizado en las últimas semanas. Basta hablar con personal de hoteles, con colegas, amigos, ir de allá para acá a bordo de taxis, ser testigo de los últimos coletazos de trenes que necesitan transbordos. Todo esto da bagaje suficiente para detectar ese estado general de inquietud que, desde la capital, empieza a impregnarnos a todos.
Permítanme una anécdota que da fe de cuanto digo. Noche de noviembre en la Villa y Corte. Poco antes de medianoche. Paro un taxi para ir al hotel, a la salida de un acto de la Academia de las Artes Escénicas que terminó en cena. Cansado, pues esa misma mañana había hecho el correspondiente trayecto en tren. El conductor se mostraba locuaz; por no parecer antipático, contesto con algún monosílabo. «¿Y qué me dice de la subida de presupuesto para bebidas alcohólicas en La Moncloa?». Yo, que no tenía ni idea, salgo por peteneras. Él insiste: «Los políticos solo saben beber» Hombre, digo tímido, algo más harán... Puede que alguno... «Todos», me responde con determinación. Yo empiezo a ponerme nervioso. Si hubiera sido medio día, y fuera descansado, le pediría dejarme en la esquina, bajarme, añadiendo diez euros a la carrera. Pero no. Estaba fatigado de verdad. Y lo peor quedaba por llegar. «Mire usted –me dice–, yo los cogería a todos y los fusilaría». ¿Habré oído bien? Tras una pausa dramática añade: «Llamaría a un artista como Goya, y haría que pintara eso de los fusilamientos del 15 de mayo». Silencio. «Entonces expondría el cuadro en la puerta de las Cortes para escarmiento popular». Ustedes pensarán que exagero. Y están en su derecho. Pero eso es lo que oyeron mis asustados oídos. Se me pasó por la cabeza decirle que la obra de Goya es del 3 de mayo, no del 15; que la pena de muerte había dejado de existir en los países civilizados (a saber si el nuestro lo es), además que se aplicaba a criminales y cosas así, no a políticos, por muy contrarios que fueran a ti; que si estaba bien de la cabeza... Me callé, por supuesto. Imagino que el del volante hubiera seguido dando la vara de estar más lejos el hotel, cosa que no fue así. No me atreví a abrir la boca, no fuera a ser que me metiera en la lista de los peligrosos. Tampoco hice gala de la hipocresía que merecía el momento, con paños calientes que no encontré por ninguna parte. En mi habitación, aún me temblaban las piernas.
¿Cómo es posible que esto pase en la España de muy avanzado el siglo XXI? ¿Estamos ante lo que los politólogos definen como regresión histórica? ¿Qué está pasando? Sé que el individuo en cuestión solo se representa a sí mismo. Que el gremio, como todos los gremios, es tan plural como cualquier otro. Pero no pude remediar recordar la imagen de Robert de Niro en 'Taxi driver', de Scorsese, con su arma oculta en la guantera, dispuesto a salvar la patria de políticos y proxenetas. Claro que aquel héroe, por llamarlo de alguna manera, procedía de Vietnam, con la carga psicótica que llevaba consigo. Pero el mío, el madrileño, ¿qué guerra ha pasado?, ¿de dónde viene su odio?, ¿cómo reclama la sangre como salvación? Aterrado sigo.
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