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Hace casi tres años desde mi último artículo en esta columna de opinión. Tras un periodo de bajo perfil, que no perfil bajo, vuelvo a ' ... opinar' en público. El motivo es que me he hecho consciente de que mi silencio no era intencionado, sino consecuencia del tiempo (en) que vivimos, donde el extremismo y la necedad nos llevan a muchos a ausentarnos, haciendo dejación de perfil.
Dado que lo mío, de momento, sigue intentando ser la medicina y la salud, en esta vuelta pongo en perspectiva la posible imposición de un nuevo estatuto marco de la sanidad. Si bien podría ser una excelente noticia para todos, profesionales y pacientes, lo cierto es que de nuevo se trata de una propuesta no consensuada que lleva al enfrentamiento, un continuo en la vida pública actual, que empiezo a pensar que es intencionado. Las propuestas planteadas sólo son posibles desde un pensamiento radical y torpe, ambos, cuyo único objetivo es la creación de un cuerpo de funcionarios sanitarios dentro de un servicio público de salud, pero que llevaría al fracaso del conjunto de nuestro sistema sanitario y por ende a una pérdida de salud para todos.
Primera cuestión, y premisa de partida, casi todos los profesionales se forman en el sistema público mediante el sistema MIR: este año 8.753 de 9.007 plazas (el 97%) se ofertaron en centros sanitarios públicos. Supongamos que se hace realidad la brillante idea de que los siguientes cinco años estos 8.753 médicos sólo puedan trabajar en servicios públicos de salud. En ese caso y para solventar el problema, ¿se permitirá que los centros sanitarios privados puedan formar a sus propios profesionales para no quedarse sin poder atender a sus pacientes? Y, al mismo tiempo, ¿es esta decisión congruente con que los funcionarios del Estado (Muface) sean atendidos por aseguradoras privadas? Difícil entender esta contradicción. Es decir, en lo simple, o destrozamos el sistema MIR liberalizando la formación de especialistas, o los funcionarios y otros muchos se quedan sin atención médica.
Segunda cuestión, dedicación en exclusiva al sistema público de jefaturas de servicio y/o sección. Esto es anacrónico con los tiempos actuales que deberíamos vivir, donde el liderazgo por méritos junto al control y la transparencia deberían prevalecer. El profesionalismo médico requiere de asistencia organizada dirigida al paciente, pero también formación, innovación e investigación. Esta excelencia solo se construye desde un liderazgo constructivo basado en méritos y no en prohibiciones que solo llevan al deterioro y mediocridad de todo el sistema de salud. La exclusividad de las jefaturas pudo haber tenido sentido hace 30 años, pero no en 2025, pues lo que corresponde ahora es tener sistemas fuertes de evaluación y control de actividad y resultados. No prohibir, sino medir y evaluar. El problema real no son los jefes de servicio, sino que quienes dirigen y gestionan los sistemas de salud han sido incapaces de establecer sistemas de evaluación y control, incluyendo resultados en salud.
La separación entre público y privado, llevándola incluso al enfrentamiento, es absurda y sólo puede conducir al fracaso de todos. La sanidad actual es tan costosa y compleja que es imposible la supervivencia de la sanidad pública sin la complementariedad del sector privado; insisto: de forma transparente y con mecanismos de control. De hecho, en el momento actual, la atención privada de clases socioeconómicas más altas y el doble aseguramiento público-privado está facilitando el acceso a los servicios públicos de las clases más desfavorecidas. Si de repente volcáramos todo lo privado en lo público, sería el final de la sanidad pública. Un buen ejemplo es el miedo escénico a esa posibilidad en la negociación del futuro de Muface. Es más, me atrevo a sugerir retomar la desgravación fiscal de los gastos en salud, como ya ocurría hace tiempo, pues creo que sería una medida que mejoraría la fortaleza de nuestro sistema sociosanitario en su conjunto.
Lo que no deja de ser real es que nuestro sistema de salud se mantiene gracias a sus profesionales y a la ilusión y esfuerzo que ponen cada día, algo que empieza a agotarse y se agotará seguro con las nuevas generaciones, que ya anteponen sus derechos y bienestar personal al de un sistema quijotesco que requiere cambios disruptivos y cuyo tiempo se le agota.
Para terminar, lo que debería ser y no será, si este país quiere salvar su sanidad, el camino no es intentar convertirla en un servicio público lleno de funcionarios (objetivo de la actual ministra), sino que necesitaría de un análisis realista de situación y un pacto nacional por la salud, con todos los agentes implicados (administraciones, partidos políticos, organizaciones sanitarias, colegios y sociedades profesionales, aseguradoras, asociaciones de pacientes, etc.). Ojalá. Quimera.
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