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En unas estremecedoras imágenes en blanco y negro resuena grave, profunda, magistral la voz de Paco Rabal afirmando con ironía que, en las escuelas de este olvidado enclave peninsular, al igual que en otros sitios de Europa, se enseña a los niños aquello de que ... la suma de los ángulos de un triángulo suma ciento ochenta grados. La cámara recorre las cabezas rapadas de los escolares, mordisqueando mendrugos de pan en presencia del maestro, para que no les sean arrebatados. Una muestra más del universo de miseria, penuria, hambre, atraso y desolación plasmados en el documental 'Las Hurdes, tierra sin pan', de Luis Buñuel. Son escenas rodadas durante las primeras décadas del siglo pasado, sobre la cruda realidad de una tierra olvidada durante siglos. Un lugar en el que persistían ritos y costumbres crueles, que era pasto de enfermedades de estirpe endocrina, con multitud de afecciones que, contempladas bajo la óptica actual, conforman un amplio muestrario propio de un museo del horror, consecuencia de un ancestral endemismo.
Para tratar de remediar la situación en lugares de casi imposible acceso –al alcance solo de monturas– se organizó una expedición bajo el patrocinio real, en la que participó de manera decidida el por entonces prestigioso científico y humanista español Gregorio Marañón. Fue sobradamente conocido en nuestro país durante décadas simplemente como el doctor Marañón, tenido en el acervo popular como paradigma del médico más eminente con el que contábamos. Faro y guía de no pocas generaciones de estudiantes de medicina. Pero sobre este nombre, otrora significativo de la excelencia médica e intelectual, se cierne la oscuridad del olvido. Se ha relegado su conocimiento, para la inmensa mayoría de las nuevas generaciones, a prestar su nombre para denominar alguna calle de nuestros pueblos y ciudades. Parece oportuno, de tanto en tanto, aunque no se vislumbre una efeméride cercana que sirva como pretexto, sacar a colación en nuestra España figuras del pasado. Las mismas que, en determinados aspectos, pudieran servir de ejemplo en tiempos revueltos, visto el progresivo olvido en el que se están sumiendo buena parte de nuestros más preclaros representantes. Con sus luces y sus sombras.
Afrontar en apretado resumen una biografía tan cargada de diferentes perfiles como en el caso de Gregorio Marañón, sería tarea forzosamente condenada a una clamorosa insuficiencia. Porque es tenido como muestra de esas personalidades intelectuales que, antes del tremendo auge de la especialización, nos parecen de talla casi sobrehumana, por su capacidad para abordar cualquier rama del saber, sin que ningún apartado les fuera ajeno. Descollante en el cultivo de la medicina no solo respecto a su especialidad más destacada, la endocrinología, de la que fue clínico e investigador puntero, con celebradas observaciones de repercusión mundial. Si bien no se ciñó en exclusiva al cultivo de esta. Ahí está para corroborarlo el durante décadas libro de referencia de la profesión, el conocido Manual de Diagnóstico Etiológico. Pero también en aspectos relativos a la docencia de la medicina.
No menos importante –ignoro de dónde sacaría tiempo y energías para tanta ocupación– fue su compromiso social y político, como declarado pensador liberal, en otra de las épocas más complicadas de nuestro pasado reciente. Fue cuando asumió un claro compromiso cívico con su destacado papel, junto a otros intelectuales de prestigio como Ortega y Pérez de Ayala, en su dedicación a la conocida como Agrupación al servicio de la República, durante los convulsos años treinta del pasado siglo. Sus miembros estaban empeñados en establecer cambios sociales poderosos a la luz de los movimientos regeneracionistas, impulsados por la crisis del 98, que permitieran establecer las bases sociales y económicas, impulsando al país por la senda de unos parámetros de convivencia civilizada y organizada, con la libertad como estandarte. Una dedicación que como es norma concitó partidarios y detractores, entre quienes consideraban sus posiciones en exceso teóricas, alejadas de las necesidades reales del país. Nada nuevo por otra parte.
Cabe considerar también un aspecto relevante en el que se aunaban sus conocimientos científicos con la dedicación literaria. Y ello desde un punto de vista novedoso, al estudiar la relación de las enfermedades de personajes históricos y el modo en el que habrían influido en sus decisiones de gobierno condicionadas, según su teoría, por sus padecimientos orgánicos y mentales. Como el 'Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo'. O los dedicados al mito de Don Juan: 'Psicopatología del donjuanismo'. O 'El Conde Duque de Olivares o la Pasión de mandar'. Una personalidad –la de Marañón– con sus aciertos y yerros, pero que dejó huellas tan importantes, con dosis significativas de mesura y templanza, sobre las que asentar una vida en comunidad de paz y provecho.
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