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Quizá llegue el momento en que nos convenzan, y, creyendo que es más cómodo y útil, acabemos pagando con tarjeta los periódicos y revistas, los libros, las medicinas, los créditos, el tabaco y la bebida, el cine y los espectáculos, la inscripción en organizaciones, clubes y partidos políticos, las compras de comida, ropa y otros objetos, es decir, todas las operaciones económicas de nuestra vida diaria. A partir de ahí, alguien sabrá, en el terminal donde acaba la transacción, y a través de un sencillo rastreo, o por medio de un complejo algoritmo, qué pensamos, a quién votamos, que enfermedades padecemos, cuáles son nuestros gustos en materia de consumo y un sinfín de datos, que ni siquiera imaginamos, sobre nuestros intereses íntimos y sociales.
Porque del periódico y los libros que frecuentamos puede deducirse nuestra ideología y a quién votamos, y, de las medicinas, las enfermedades que nos aquejan, y de lo que consumimos, junto a otros muchos millones, es fácil extraer gustos y tendencias con las que el mercado se apresurará a enviarnos publicidad para satisfacerlos o, simplemente, nos manipulará para que compremos lo que convenga a la economía. El conocimiento de nuestras enfermedades por extraños, especialmente bancos y aseguradoras, será motivo, si las dolencias son graves, para denegarnos un crédito o un seguro cuando lo necesitemos porque el dinero carece de ideología y sentimientos. Cada vez que pagamos con plástico estamos dando información a otros y depositamos nuestra libertad en manos ajenas, que podrán hacer con ella lo que quieran: manipularla, reducirla o eliminarla completamente. 'A quien le dices tu secreto le entregas tu libertad', dice un viejo proverbio.
Cercenar la libertad es un fenómeno antiguo que, en estos tiempos peligrosos para la integridad ética de las personas, se acentúa. Quienes tengan memoria recordarán que hubo una época en que no podían leer a García Lorca, León Felipe o Miguel Hernández porque hubo un Régimen que prohibía la palabra de ciertos poetas y escritores. Hoy, la censura es más sutil. Autores magníficos como Eduardo Galeano, Mario Benedetti o Joan Margarit son infinitamente menos leídos que cualquier mindundi –sea bloguero o 'influencer'– que nos cuenta en las redes las monerías de su gato o cómo se maquilla al levantarse, porque Galeano, Margarit y Benedetti no residen en el mundo digital sino en editoriales como dios manda pero de difusión minoritaria.
Las tarjetas ahorran tiempo y facilitan el comercio, pero usarlas para todo como quiere el sistema significa pasar por ventanilla para que alguien, con todos nuestros datos en su poder, nos imponga lo que debemos ser, qué derechos ejercer y si los tenemos, qué comprar, pues, salvo honrosas excepciones, el idearium moral de este tiempo es divertirse, comer y beber hasta reventar, consumir películas, libros, objetos innecesarios, ropas, arte, viajes, espectáculos, paisajes, en un maremágnum que no deja lugar a la reflexión reposada, la conversación inteligente, la disidencia crítica o el intercambio de pareceres. Puede parecer exagerado, pero las tarjetas proporcionan información valiosísima sobre los ciudadanos, cuyos datos, que entregamos gratis, valen infinitamente más que el dinero y los metales preciosos, tanto que se ha acuñado la expresión 'minería de datos' para reseñar la importancia de hacer provisión de la mayor cantidad de ellos para someterlos a un tráfico ilícito, dado que la mayoría de la población desconoce, ingenuamente, que entidades nacionales o globales mercadean con aspectos íntimos de su vida (sentimientos, familia, ideología, fotos, gustos personales...). Y esa información, utilizada sin nuestro conocimiento, confiere poder a quienes nos la quitan, porque sabemos que toda información es poder.
Usar dinero contante y sonante nos permite la libertad de un anonimato que protege nuestra capacidad de decisión, incluso la de gastárnoslo en vicios, algo a lo que tenemos derecho, aunque pueda ser éticamente reprobable. Contra el uso del dinero en efectivo, por mal nombre 'cash', se han difundido bulos infamatorios e interesados (desmentidos por la OMS) como el de ser agente transmisor de la Covid-19, semejantes a la perversión de que por los periódicos se contagiaba la enfermedad. En realidad, alguien pretendía que nos informáramos en redes, tabletas y móviles para eliminar arteramente la necesaria, hermosa y estimulante tradición de la prensa en papel.
No se entiende, pues, una proposición no de ley del Gobierno para abolir el dinero en efectivo y sustituirlo por el de plástico, basándose en razones incomprensibles, entre ellas que favorece la lucha contra el fraude fiscal. El argumento es que si todo pasa por los bancos sabremos quién defrauda a Hacienda, como si los evasores fiscales, los traficantes de personas, armas y droga, los corruptos depositaran el producto de sus fechorías en una cuenta bancaria nacional y no en maletines que cruzan la frontera o en operaciones transnacionales que acaban en opacos paraísos fiscales. El Gobierno debería hacérselo mirar.
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