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Les escribo estas líneas en la Universidad de Cambridge, en el Reino Unido, donde asisto a un pequeño congreso. Es agradable volver a esta ciudad, ... en la que viví una temporada en mi juventud y a la que desde entonces vuelvo de pascuas a ramos. La Universidad de Cambridge es una de las más prestigiosas del mundo, de acuerdo con todas las clasificaciones, y también una de las más antiguas. Algunos de sus números son impresionantes, como los 120 premios Nobel que acumula o su presupuesto anual de cerca de 3.000 millones de euros.
Pero, probablemente, sea el espíritu de búsqueda del conocimiento lo que ha convertido este lugar en algo tan especial. De mi paso por aquí en los años 80, recuerdo haber sacado un par de lecciones que he intentado seguir después en mi carrera. Una es el nivel de exigencia. Tras hacer interminables experimentos ayudando a un estudiante más avanzado, cada vez que presentábamos los resultados, el profesor nunca estaba satisfecho. Todo le parecía poco y teníamos que volver con el rabo entre las piernas a repetir y rehacer el trabajo. Marché de allí con la idea de que nada está nunca suficientemente bien y se tienen que hacer muchas iteraciones hasta llegar a lo mejor posible. La otra lección fue saber cuán importante es no juzgar a nadie por sus apariencias. Di un seminario sobre lo que había sido mi trabajo de tesis doctoral ante una audiencia heterogénea y bastante escéptica ante un chaval español con mal inglés. Creo recordar que la cosa fue bien y tuve bastantes preguntas que intenté responder como pude, pues una cosa es presentar algo que tienes preparado y otra entender las preguntas y poder responderlas cuando el dominio del idioma es precario. Una de las preguntas la hizo un señor mayor sentado al final con un aspecto bastante desaliñado y calzado con zapatillas de andar por casa. No recuerdo sobre qué iba la pregunta, pero si que, a la salida, otro de los estudiantes se me acercó a felicitarme y decirme que un famoso premio Nobel me había hecho una pregunta. Sorprendido quise saber de quién se trataba y me señaló al anciano que seguía como dormitando en el mismo sitio. El aprendizaje fue no subestimar jamás a nadie en mis audiencias, sin importarme su aspecto, ni cualquier otro detalle. Por extensión, es una buena idea no dejarse llevar por las apariencias en casi nada en la vida.
Impresiona pensar en los 'gigantes' personajes que han paseado por estos jardines, por cierto, este año extrañamente secos y con el césped amarillento, que cambiaron el mundo en el que vivían. Les recuerdo algunos de los que me parecen especialmente notorios. Newton, todavía el científico más relevante de la historia de la humanidad, realizó aquí los experimentos que ordenaron el comportamiento de las fuerzas en la naturaleza e hicieron posible su manejo. Maxwell desarrolló la teoría del electromagnetismo que abrió la puerta a muchas de las aplicaciones que revolucionaron el siglo XX. Watson y Crick descifraron la estructura del ADN, siendo el preludio de la revolución de la biología que está cambiando la medicina del siglo XXI.
Ante esta muestra de monumentales avances, pueden entender que uno se sienta aquí ciertamente diminuto. Aunque les parezca raro, encuentro esa sensación de pequeñez útil, e incluso agradable. Es ventajoso tener en la vida una idea clara de la posición y tamaño relativo de uno respecto a otros. Por supuesto, con las expectativas siempre altas y queriendo que nuestras contribuciones sean lo más notorias posible. Pero sabiendo que lo normal es que sean modestas comparadas con los 'gigantes'.
Me da la sensación, sin embargo, de que hay cada vez más personas que se sienten muy importantes, e incluso 'gigantes', por cosas que ciertamente lo son poco. Pienso en los llamados 'influenciadores', individuos que probablemente no saben hacer la o con un canuto, pero dominan el viejo arte de la charlatanería o son poseedores de enormes traseros. Y, claro, alguno de los políticos que exhiben una sorprendentemente elevada autoestima cuando sus bagajes intelectuales son ciertamente pobres. Pensando sobre esta tendencia de nuestro tiempo, donde tantos se presentan como gigantes con tan poca sustancia, he pensado que quizás la razón sea la imposibilidad actual de ver el cielo nocturno por la contaminación lumínica. Puede que no tener la oportunidad de ver las estrellas y la profundidad del universo les impida reconocer su pequeñez. Si ustedes pueden pasear en un cielo oscuro, miren al centro de la galaxia y disfruten de ser diminutos.
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