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¡No me diga eso, profesor!

Para los jóvenes, el paso por la universidad supone una época especialmente interesante de sus vidas

Jueves, 5 de septiembre 2019, 01:18

Tras el bochornoso, y casi interminable, verano, en pocos días los estudiantes volverán a la universidad. Les he hablado antes aquí de los problemas que padece nuestra universidad en España y también de las importantes amenazas que esta institución sufre en todo el mundo. El papel de la universidad en nuestra sociedad es tan importante que los ciudadanos debemos exigir a los responsables académicos y políticos que estén a la altura requerida para mejorarla. A pesar de ser una institución que ya cuenta con cientos de años, fue tan buen invento que aún no conocemos nada mejor para realizar las tareas tan fundamentales que tiene encomendada: la formación de nuestros jóvenes y la generación de conocimiento, ambas unas herramientas extraordinarias para el progreso.

Para los jóvenes, el paso por la universidad supone una época especialmente interesante de sus vidas. Las interacciones en los campus y las relaciones que allí se establecen suelen marcar por muchos años. Para los hijos de las familias menos pudientes, la oportunidad es aún mayor para escalar socialmente. Más allá de las clases regladas, el entorno universitario debe ofrecer la mayor exposición posible a otras actividades, desde deportivas a culturales. Recuerdo con cierta nostalgia mis años de estudiante universitario en los que descubrí nuevas ideas, nuevos mundos y personas. En aquellos tiempos, los profesores parecían distantes e inaccesibles y la dificultad de las materias era a menudo endemoniada. Esa mezcla de intuir las oportunidades, superar las dificultades y el encuentro de nuevas amistades forjó buena parte de mi personalidad posterior.

Sin duda, la universidad actual sigue compartiendo algunos de estos aspectos, pero muchas cosas han cambiado. Algunas, para bien. Como anécdota, en muchas clases yo no podía ver la pizarra de tanto humo de cigarrillos que se acumulaba en el aula. Afortunadamente, ya no imaginamos que los estudiantes y el profesor estén fumando durante la clase. Pero en otros asuntos, creo que hemos sufrido un retroceso. Uno en particular que me llama la atención es el movimiento que apareció en universidades norteamericanas hace algunos años, y que se extiende por el resto del mundo, los denominados 'espacios seguros'. Esto se refiere a crear zonas donde los estudiantes no se sientan molestados, o perturbados, en ningún aspecto. Esto puede incluir no oír opiniones o ideas que puedan resultar repulsivas o herir la sensibilidad. Llevando el concepto más lejos, los estudiantes pueden tratar de impedir la libertad de expresión, o de cátedra, de sus profesores. Imaginen que alguien, por las razones que sean, se siente ofendido al oír que la velocidad de la luz es finita, o no admite que se le hable de la teoría de la evolución. Teniendo en cuenta la diversidad de sensibilidades, el profesor puede tener grandes dificultades para transmitir sus lecciones sin 'ofender' a alguien en el aula.

La polémica entre los defensores y detractores de estos espacios seguros está candente. A favor, se esgrime que el bienestar mental de cada uno de los estudiantes debe primar. En contra, que la libertad y el espíritu universitario están en riesgo. Lo jóvenes deberían estar expuestos a todas las ideas posibles, por rudas o desagradables que sean, y luego formar su propio criterio. Por más repugnante que nos resulten los exterminios en masa de seres humanos que han ocurrido a lo largo de la historia, deberemos enseñarlos con detalle a los estudiantes.

El asunto se complica todavía más en el terreno ideológico. Algunos estudiantes solo querrían oír argumentos que estén alineados con sus ideas y nada que sea discrepante. Me comentaba un colega hace unos meses que, en una clase, una estudiante se levantó y le dijo: «No puedo oír eso que esta usted diciendo, profesor». Se preguntaba, aún extrañado, si habría que reescribir cada tema ajustado para cada estudiante y tamizado por lo que querrían oír.

A mí, qué quieren que les diga, esto me parece un disparate. En lugar de enseñar a los jóvenes a encontrar recursos para resolver sus problemas, algunas universidades los aíslan en estas zonas de confort y les regalan juguetes y mascotas. Estamos hablando de veinteañeros, por lo que esto supone una infantilización y sobreprotección de los estudiantes. Esto supone considerar al estudiante como un simple consumidor, o cliente, al que se debe mantener siempre contento.

Por supuesto que la universidad debe ser un lugar seguro, pero donde se expongan las opiniones sin miedo y el debate sea abierto. Sin espacio para la intimidación, pero donde los estudiantes se preparen para la realidad, no que pasen los años entre algodones como si aún estuvieran en el jardín de infancia.

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