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La única referencia histórica a mano, y relativamente cercana a nuestra generación, sobre la reacción de la sociedad murciana tras el final de una pandemia, es la que nos revelan los periódicos de los años 1918 y siguientes, ahora hace un siglo, cuando terminó la epidemia de 'gripe española'; época que vivieron en su juventud los abuelos de quienes andamos actualmente en la década de los setenta.

Como se sabe, el grueso de aquella epidemia se vivió en las tierras de la Región desde comienzos de la primavera hasta los últimos días del otoño de 1918, viviéndose el pico máximo durante los meses de septiembre, octubre y noviembre. Oficialmente se decretó el final de la misma a mediados de diciembre, organizándose a continuación agradecimientos públicos en toda la Región a las imágenes y reliquias de mayor devoción de las gentes, con 'te deums', procesiones y romerías, entre ellas la procesión general con la Virgen de la Fuensanta por las calles de la capital el día 7 de diciembre, y la romería extraordinaria el siguiente 17, que ofreció imágenes insólitas de los participantes, con atuendo invernal.

Aquella epidemia, a diferencia de la que ahora vivimos, incidió con mucha fuerza entre la juventud, haciendo acto de presencia en los cuarteles, en las fábricas, en la Universidad, en el Seminario (entonces muy poblado), y en los institutos y colegios, que fueron los primeros centros donde se confinaron sus moradores o cerraron sus puertas (según casos).

Tampoco había tratamiento, ni medicación especifica para la curación, como en nuestro caso, cien años después; utilizándose la quinina (que desapareció enseguida de los lugares donde se dispensaba) y las fumigaciones con productos desinfectantes de calles, hoteles, vehículos y viajeros que llegaban de otros sitios.

Se aconsejó por las autoridades sanitarias, como ahora, el lavado frecuente de las manos, y se criticaron las actuaciones de los gobernantes de la nación, la provincia y los pueblos y ciudades de la Región. Se acabó el terreno disponible en algunos cementerios para enterrar a los muertos y los sanitarios, en su inmensa mayoría, dieron, también como ahora, el do de pecho, demostrando su profesionalidad y vocación. (Habría para escribir un libro sobre el trabajo y anécdotas ocurridas a los médicos). A manera de ejemplo mencionaré al Dr. Redondo, en Aledo, quien tuvo que adquirir dos caballos para poder visitar a los enfermos por los caseríos de Sierra Espuña, usando uno por las mañanas y otro por las tardes.

Cuando se dio por concluida oficialmente la epidemia, en diciembre de 1918, aún durante dos largos años permaneció el miedo instalado en la población. En febrero del año siguiente la prensa alarmaba con el desarrollo de la gripe en varias provincias tras detectarse en Madrid un brote, atribuido a la cantidad de pordioseros que acudían a la capital procedentes de todos los lugares de España, mientras los farmacéuticos murcianos seguían aconsejando la Aforina Moreno, la Carne Líquida y el Purgante Besoy, para prevenir la enfermedad, aumentar las defensas y eliminar los males interiores de cuerpo, respectivamente.

En mayo siguiente, el alcalde capitalino José María Illa Sala intentaba disuadir a la población, nuevamente alarmada, de que el brote epidémico reinante se presentaba benigno, mientras proponía a la Corporación un presupuesto extraordinario para evitar los efectos de un azote similar al del año anterior. Todo acabó en un susto colectivo.

En enero de 1920, nuevos sobresaltos. El obispo Vicente Alonso Salgado decretó que, tras las vacaciones de Navidad, los seminaristas no se incorporasen al seminario hasta un mes después, por el conato de epidemia de gripe que se experimentaba en la capital; y unos días después el Ayuntamiento suspendió la fiesta de S. Antón en el eremitorio de La Luz, ya que los hermanos que allí residían estaban todos enfermos con la gripe.

El Carnaval, la Semana Santa y las Fiestas de Primavera de 1920 fueron diluyendo el miedo de la población y ya nadie hablaba de ella en el verano de aquel año, al menos de forma generalizada y con repercusión en la prensa, aunque particularmente, sobre todo aquellos que habían tenido bajas en su entorno inmediato, permanecieran instalados en el miedo durante algún tiempo mayor.

La documentación histórica alerta, pues, de lo que sucedió ahora hace un siglo, tras concluir la epidemia de gripe de 1918. Ojala el miedo no incida entre la sociedad actual, cuando lo que tenemos encima concluya, y predomine el sentido común y la adopción generalizada de las medidas higiénicas y de comportamiento que hemos aprendido cien años después que, por el momento, poco se diferencian de las que aprendieron nuestros abuelos.

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laverdad El día después de la pandemia