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Hace nueve años que el Gobierno de Mariano Rajoy aprobó, unilateralmente, sin negociación, ni tan siquiera consulta, a golpe de decretazo, una de las reformas laborales más regresivas e involutivas acometidas en democracia. Si algún ingenuo se preguntó entonces a quién se dirigía la «extremada ... agresividad» que le atribuía el ministro De Guindos cuando presumía de ella en Bruselas, ha tenido ya tiempo más que suficiente de constatar que eran los derechos de las y los trabajadores el único blanco de tal agresividad.
Y es que si por algo ha destacado esta reforma laboral ha sido por el daño gratuito que ha infligido al estatus laboral y social de las personas trabajadoras, sin que ello sirviese para corregir las ineficiencias de nuestro mercado de trabajo.
La retahíla de loables objetivos declarados en su exposición de motivos (crear empleo, reducir la dualidad del mercado laboral, mejorar la flexibilidad interna de las empresas...), pronto quedó reducida a la nada en la aplicación práctica de la reforma y en las estadísticas que desbarataban esos supuestos objetivos año tras año.
Para empezar, y como es lógico, abaratar, descausalizar y facilitar el despido, en plena recaída de la crisis, disparó la destrucción de empleo. No por casualidad, 2012 fue el segundo año de toda nuestra historia, solo por detrás de 2009, con la mayor pérdida de ocupados jamás registrada: casi ochocientos mil ocupados menos, a los que, en 2013, aun se sumaría medio millón más.
Cuando en 2014 nuestra economía, junto con la del resto de países europeos, salió de la recesión impulsada por las inyecciones monetarias del BCE, la mejora del tipo de cambio del euro frente al dólar y la caída de los precios del petróleo –cuestiones bastante ajenas a la reforma laboral–, volvimos a crear empleo: un empleo precario y mal pagado, gracias a una normativa que servía en bandeja a las empresas efectuar modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, descolgarse de los convenios colectivos, confeccionarse un convenio de empresa 'al gusto', o valerse como se les antojara del empleo a tiempo parcial y las subcontrataciones a través de multiservicios y ETT. Resultado: aumentaban los excedentes de las empresas, mientras se hundían las rentas de las personas asalariadas y avanzaba la desigualdad social.
En medio de la paradoja en la que la reforma laboral nos había instalado, con más de dos millones y medio de trabajadores a los que tener un empleo ya no les aseguraba salir de pobreza y, a la vez, siendo una de las economías de la Europa occidental que crecía a mayor ritmo, irrumpió la pandemia. Una pandemia que, a pesar de haber dado lugar a la parálisis de la actividad más dura y prolongada que se pueda imaginar, ha ocasionado un 30% menos de pérdida de empleo que la que se contabilizó en 2012. La razón para nosotros es evidente: en esta ocasión, Gobierno e interlocutores sociales hemos optado por proteger el empleo a través del incentivo de los ERTE, prohibiendo los despidos. Pero tras este régimen extraordinario y coyuntural, aguarda de nuevo la reforma laboral y su apuesta por el despido como mecanismo de ajuste ante cualquier ralentización de la economía o la demanda.
Por eso, y por tantos otros aspectos absolutamente lesivos que se mantienen de esa reforma que arroga una discrecionalidad abusiva a las empresas, su derogación es urgente e imprescindible, además de un paso necesario para empezar a construir un marco de relaciones laborales innovador, eficiente y acorde al modelo económico que se quiere lograr con el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia con el que, el propio Gobierno de España, pretende canalizar los nuevos fondos procedentes de Europa.
Resulta incomprensible que el Gobierno remolonee en el cumplimiento de sus compromisos, y parezca otorgar un derecho de veto a la patronal en el diálogo social, e incluso a determinados Ministerios. No olvidemos que los mismos que dicen que ahora no toca derogar la reforma laboral, son los mismos que, defendiendo la austeridad como receta a aplicar en la crisis de 2008, ahondaron y prolongaron dramáticamente sus consecuencias sobre las economías europeas; los mismos que justificaron la reforma de pensiones de 2013 como la solución a un déficit que no ha dejado de crecer; y los mismos que demonizaban la subida del salario mínimo por una supuesta hecatombe laboral que nunca se produjo.
Ahora toca, más que nunca, derogar esta reforma injusta, ineficaz y peligrosa, que sacraliza la combinación explosiva de empleo precario y despidos fáciles y baratos, y, desde luego, impide que se pueda comenzar a articular el marco laboral equilibrado y moderno que España necesita.
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