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De un tiempo a esta parte asistimos incrédulos a una descarnada campaña de desprestigio del poder judicial. Un día sí y otro también, determinados sectores ... políticos y mediáticos cargan contra los integrantes de una de las instituciones básicas para el funcionamiento de cualquier Estado de derecho. La maniobra difamatoria, perfectamente orquestada, persigue en primera instancia sembrar dudas acerca de la objetividad e independencia con que los órganos jurisdiccionales desempeñan la función que les encomienda la Constitución. Con maquiavélico propósito, se busca que la sociedad pierda la confianza en jueces, fiscales, letrados de la administración de justicia y funcionarios, de modo que la labor de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado quede desautorizada a ojos de sus destinatarios.
Y hablo de maquiavélico propósito porque tengo la convicción de que el fin último del acoso es el derribo o, dicho en otras palabras, la paulatina pérdida de legitimación de quienes constituyen un hercúleo inconveniente para desmontar nuestro actual sistema político.
El bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial –y la limitación de sus competencias como órgano de gobierno de los jueces– no hace sino poner en tela de juicio la neutralidad de los custodios de la ley. Frente a una anormalidad institucional que no beneficia a nadie –y que incluso nos ha hecho acreedores de un tirón de orejas por parte de la Comisión Europea–, no se afrontan las reformas necesarias para eliminar las sombras de duda y permitir que la judicatura elija libremente a sus gobernantes, sino que se persiste en el desacuerdo, extendiéndose entre la ciudadanía la sensación de que uno de los poderes del Estado está profundamente politizado.
En otro orden de cosas y, como es por todos conocido, la administración de justicia está claramente infradotada. A pesar del ímprobo esfuerzo de todos sus componentes –que hacen encaje de bolillos para ser eficaces y eficientes– es incuestionable que adaptarla a los tiempos demanda medios personales, materiales y técnicos hasta ahora inexistentes. Pese a ello, año tras año, las partidas presupuestarias destinadas a un ministerio capital para un normal desenvolvimiento democrático son insuficientes.
Si todo lo anterior no fuera poco, es rara la fecha del calendario en que de una u otra forma no se propagan intencionadas falacias encaminadas a restar credulidad al quehacer judicial. La pretendida reforma del delito de sedición, además del sinsentido que supone negociarla con los sediciosos, pone a los pies de los caballos a los magistrados que, bajo intensas presiones, juzgaron a los condenados, salvaguardando así el orden constitucional tras el golpe independentista de 2017.
En los últimos días, la añagaza para mancillar a la magistratura ha llegado al colmo: el principio general de retroactividad de las leyes penales favorables al reo –consagrado en los artículos 9.3 de la Constitución y 2.2 del Código Penal– ha motivado que tras la ley del 'solo sí es sí' algunos de los encarcelados por delitos sexuales con penas superiores a las previstas en la misma hayan solicitado y obtenido la reducción de su condena. Ante tal situación, insisto, derivada de la correcta aplicación de un principio general, los jueces encargados de resolver la petición han sido calificados de machistas y acusados de prevaricar por gran parte del Gobierno del país.
Francamente, creo que nuestro silencio no puede ser cómplice de una campaña tan burda y malintencionada. Como demócratas creyentes en la separación de poderes y el imperio de la ley estamos obligados a defender al poder judicial del hostigamiento al que está siendo sometido.
Tengo la inmensa fortuna de conocer a muchos de los que lo integran y les aseguro que son magníficos profesionales dedicados en cuerpo y alma a 'desfacer entuertos' y garantizar nuestra pacífica convivencia. Su sólida formación, labrada tras muchos años de estudio, los hace merecedores de mi respeto y consideración. La trascendental responsabilidad que asumen y la excelencia, seriedad y dignidad con que la cumplen los convierte en admirados centinelas de nuestros derechos y libertades, en bastiones últimos del Estado de derecho. Su desempeño es vocacional, como lo es preparar la durísima oposición que tienen que superar para alcanzar el sueño de impartir justicia, de dar a cada uno lo suyo. Vista a vista, sentencia a sentencia, cumplen con creces el deber socrático de escuchar cortésmente, responder sabiamente, ponderar prudentemente y decidir imparcialmente. Son los legítimos guardianes de la ley, y por serlo, les debemos reconocimiento y gratitud. Porque sin ley, la democracia perece a manos del despotismo.
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