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Que no decaiga la fiesta

Murcia ha sido un hervidero de gente en estos días. Como el año pasado, sí, y como el otro y como el otro. Pero más. Y aquí está el problema

Domingo, 5 de enero 2020, 09:21

El alcalde de Murcia estará muy contento. Y el de Vigo, y el de Madrid... el de todas aquellas ciudades que han apostado fuerte para que sus calles se llenen estos días de Navidad y Año Nuevo. Se llenen demasiado. Como vivimos en un mundo competitivo, hay hasta un 'ranking' sobre qué capital española está más iluminada. Como no me da tiempo a visitar más de una o ninguna, me tengo que creer lo que dicen los medios, o la tele, en donde se pueden ver las tan cacareadas luces de aquí y de allá. Por cierto, el otro día, al atardecer, paseando por la Cresta del Gallo, alguien miraba fijamente al horizonte. A mi pregunta de si pasaba algo, me dijo que creía ver el resplandor de Vigo. El pobre, traumatizado por las declaraciones del primer edil de la ciudad gallega, aseguraba que, en efecto, hasta las luces de aquel puerto veía. El poder de sugestión de la pequeña pantalla llega hasta a confundir Vigo con las Torres de Cotillas.

Y es que las fiestas de Navidad y Año Nuevo se han convertido en una obsesión por lograr el más difícil todavía. Si en 2018 las calles de Madrid se transformaron en rutas de una única dirección (resultaba imposible volver sobre tus pasos), este no sé qué ha podido suceder con esos inmensos tapones que se formaron en las grandes avenidas de la capital. Ni lo sé ni quiero saberlo. Hace años, cuanto todo era más normal, sí que me gustaba dar un paseo por las principales ciudades para ver el ambiente. Ahora, como dice Dorita en 'El mago de Oz', se está mejor en casa que en ningún sitio. Además que, ¿para qué quieres viajar si en tu pueblo tienes todo lo que necesitas estos días y más?

No me digan que no. Murcia en fiestas se ha convertido en un lugar en el que es difícil dar un paseo; a veces, no pocas veces, es imposible. En el afán, loable afán, de ofrecer al ciudadano, el local y el de paso, todo lo imaginable, multiplica el número de belenes a visitar, el número de casetas en donde comprar, el número de árboles de Navidad en el que hacerse una foto, el número de terrazas en las que sentarse a tomar lo que sea, el número de espectáculos de calle en los que entretener al nene o a la nena... ¿sigo? Y es que a los murcianos (y a las murcianas, sí) nos va la marcha, la marcha de salir, de tomar una caña con marinera para hacer boca, de comprar lo que haga falta y lo que no haga falta, de gustarnos los belenes aunque sean de playmovil, de llamar al amigo para decirle si es que no sale, que qué le pasa, que si está malo... Nos gusta mucho la calle. Y eso es porque nacimos en el Mediterráneo, que dijo el poeta Serrat.

Murcia ha sido un hervidero de gente en estos días. Como el año pasado, sí, y como el otro y como el otro. Pero más. Y aquí está el problema. Si cada año se incrementa el número de participantes en estas celebraciones, si la ciudad se queda pequeña para acoger a tanto personal de dentro y de fuera, si la posibilidad de dar dos pasos seguidos sin pararte para que pase el otro es cada vez menor, ¿qué ocurrirá dentro de dos, tres, cinco años? ¿Haremos calles de quita y pon, o que se agranden y empequeñezcan como gomas, barrios concebidos solo para unos días, brazos articulados que lleven familias enteras desde lejanos aparcamientos hasta el cogollo de la movida, qué va a pasar, Señor? ¿A dónde nos va a llevar ese más lleno todavía?

Y eso tampoco es el problema. El problema, en mi modesta opinión, está en que esa masificación de la fiesta le quita matices, si es que las fiestas tuvieron alguna vez matices. De alguna manera, no encuentro demasiada diferencia entre la cabalgata de Papá Noel y los diferentes desfiles del Entierro de la Sardina. La fiesta popular, por el hecho de ser popular, generaliza el sentido conmemorativo. Yo no sé cuántos de los que pasearon estos días por Alfonso X, que visitaron alguno de los espléndidos belenes expuestos, o se comieron el turrón en Nochebuena, tuvieron en algún rincón un pensamiento sobre lo que significó hace siglos el nacimiento de un mesías. No sé cuántos de los que compraron regalos para los Reyes Magos se les pasó por la cabeza que el hecho no deja de ser un tardío remedo del oro, incienso y mirra que llevaron aquellos forasteros al niño de Belén. Tampoco me quiero poner estupendo, es decir, místico, al reclamar un poco de sentido a una fiesta que ha dejado de tenerlo. Sí quisiera ratificar que lo que queda es simple y llana diversión, necesidad de ponernos moraos de marisco, cenar (o tomar algo) después de una comilona de pavo con pelotas, regalarle a todo el mundo en Reyes (y antes en Papá Noel, 'why not'?), calentar la tarjeta de crédito, y, sobre todo, darle al zancajo, como dice mi amigo Alfonso.

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