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Es el runrún de este largo período de confinamiento. Alguien tiene la culpa de lo que pasa. De que desde los confines de la vieja China haya viajado hasta Occidente el bicho cabrón que nos ha encerrado en casa, y no solo eso: ha cambiado de arriba abajo los hábitos y costumbres de todo el mundo. Alguien tiene que tener la culpa de que los hospitales se hayan llenado de enfermos hasta colapsar las unidades de cuidados intensivos; de la debilidad de la sanidad pública por la reducción de puestos de trabajo en centros de salud; de que no hubiera guardadas en almacenes millones de mascarillas protectoras, miles de respiradores, cantidad de geles desinfectantes. De que se hayan permitido reuniones, eventos deportivos mayoritarios, mítines, viajes organizados, besos entre seres queridos, estornudos inoportunos, roces permitidos y no permitidos. Alguien debe ser culpable de todo esto. Y quién mejor que el jefe.
Como siempre: si un operario se corta un dedo en una máquina, la culpa tiene que ser del capataz y, más allá, del mandamás de la empresa; si un cajero no cuadra bien los saldos de un día en el banco, la culpa tiene que ser del director de la oficina; si un peatón mete el pie en una boquera en la calle, la culpa será del alcalde; si un alumno se tuerce un tobillo, la culpa sin duda es del rector. Es así. Por eso, aunque nos parezca más o menos justo, la culpa de la llegada del coronavirus es del presidente Sánchez.
Esta sencilla ecuación funciona. Nuestra mentalidad judeocristiana nos lleva siempre en busca de la culpa. Esté o no esté claro, no pararemos en nuestro afán de descubrir el verdadero culpable. Como si fuéramos pequeños Poirot, anhelamos conocer al asesino. Y cuando damos con la solución, respiramos. La solución o cualquier solución. Estamos cansados de ver a los jefes superiores de Policía, en las series que hemos engullido durante estos días, contentos cuando las primeras pistas conducen hacia un culpable. Ya está, dicen, caso cerrado. Claro. No quieren más indagaciones, ni más gaitas. Aquí está el responsable y, sin pruebas suficientes para asegurarlo, lo metemos entre rejas y a respirar tranquilos. Eso parecemos los integrantes de esta sociedad en la que vivimos, que nos conformamos con colgarle el muerto (nunca mejor dicho) a alguien cuanto más arriba esté, mejor. Sin embargo, prefiero ser el inspector inseguro de que el caso no es lo que parece, e inicia otras investigaciones para encontrar el verdadero causante de los hechos. Prefiero no conformarme con las apariencias, los lugares comunes, los tópicos, los chismes que se dicen en la escalera, en el barrio, en la tele. Qué quieren que les diga.
Sobre todo cuando la cosa se mezcla con la política. El debate de estos días en ese campo es, cuando menos, penoso. Cierto que nuestros dirigentes no son celebridades, no cuentan con trayectorias que aseguren su valía. Están arriba porque la rueda de la fortuna (o de la desgracia) les dio papeletas en esa lotería. Pero qué lástima que cuando sea blanco tengan que decir negro, cuando la razón señala un camino se elija por narices el otro, cuando la consigna es llevar la contraria. Es evidente que la situación es pintiparada para hacer daño al enemigo. Que el enorme desgaste de los gobiernos a los que le ha tocado vivir esta situación debe ser aprovechado por la oposición. Eso lo entiende un niño. Pero mentir, repetir bulos, negar evidencias tan indiscutibles como la necesidad de que el estado de alarma continúe al menos dos semanas más, es desprestigiar a cualquier partido que vele más por sus intereses que por los de la mayoría. Partidos que alientan pusilánimes caceroladas de seguidores escondidos tras ventanas y balcones.
Por eso me cuesta trabajo señalar a Sánchez como culpable único y principal de lo de los chinos, de lo de las reuniones que no debió autorizar (entre ellas, festejos de la propia oposición), de que los hospitales (gestionados por las autonomías) no estuvieran preparados, de que se hayan producido millones de pérdidas de puestos de trabajo, de que la bolsa baje, de todo. Me cuesta trabajo, a pesar de que no niego errores al verse desbordado por un escenario inesperado, y no dar siempre con la tecla precisa. Los mismos errores, por cierto, de sus colegas vecinos, y muchos menos que los de lenguaraces tan notables como Johnson o Trump, medallas de oro a la ineptitud.
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