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La nostalgia es un recordar con cariño un pasado que no fue. Eso hace la directora Ana García Blaya en su primera película, situada entre ... la añoranza y la morriña, en la argentina 'Las buenas intenciones'. Nos retrotrae al país patagónico al comienzo de los años noventa, para contarnos la separación de unos padres a través de los ojos de una chica que está estrenando su adolescencia, Amanda.
Esta adulta responsable por adelantado, contrasta con el padre en diferido que tiene que padecer o disfrutar, según se despierte (el padre es un afectado del síndrome de Peter Pan cuando aún se les llamaba inmaduros, y para el que ser padre es poco más que un hobby). Ella se convierte en una Cenicienta que atiende a hermanos y casas, al tiempo que trata de mantener la paz en su cada vez más deshilachado entorno familiar, como un casco azul seguidor de los Beatles. Mafalda ha hecho escuela entre sus paisanos.
La relación hija-padre es el centro del filme. Una historia que podría haberse contado en la Buenos Aires de Macri sin tener que irse al de Menem, pero este es el viaje a la nostalgia del que os hablé antes. Son recuerdos auténticos o inventados de su directora de una época que rehace sin reconstruir, un tiempo en que los coches llevaban encendedor, había tiendas de discos y se grababan cintas VHS.
Capítulo aparte merece la fotografía, con un color desgastado que le otorga una pátina de melancolía, y ese primoroso trabajo de montaje y edición, que permite mezclar imágenes reales con rodadas sin notar la transición, y que integra perfectamente los fragmentos de las películas de vídeo caseras en la narración. Cine de pocas palabras en el que la imagen habla por sí misma.
Cuando uno rueda su primera película (como cuando uno escribe su primer libro), vuelca todo lo que sabe y lo que ha vivido, y con los años se avergüenza de lo hecho. Esta directora no debería, porque ha logrado que por primera vez en este FICC nos enamoremos de sus personajes, al dotarlos de tridimensionalidad.
Uno viene a festivales de cine para ver películas suecas sobre danzas tradicionales georgianas, que hablen de la superación de la dialéctica LGTBI versus conservadurismo, y así cumplir con el estereotipo. 'And then we danced' es una de esas, y va de un bailarín que ve amenazada su titularidad en el grupo por la llegada de otro que, además, amenazará lo que sabe de sí mismo y su sexualidad. Si la danza te aburre (levanto la mano), puedes encontrarte teniendo una buena siesta mientras la ves; la película se recrea en escenas que son coreografías de las coreografías, como las películas de baile de Carlos Saura, dentro de unos virtuosos planos secuencia que son delicias visuales.
Lo paradójico es cómo la brillantez y luminosidad de lo mostrado contrasta con los sombríos tormentos que pasa el protagonista, de los que los peores no son los que le depara la represión y reprobación exterior, sino la propia, la que le impide ser feliz con los demás y consigo mismo, esos muros que se construye y que nunca son (pobre ingenuo) infranqueables.
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