Pasión. Tengo un amigo con ánimo de rebajarse al nivel de conocido, que en estos asuntos suele mirarme un pelín por encima del hombro. « Si al final todo es un teatro y un rito, no sé qué mas ves en las procesiones». Y el tío , pásmate, es de los que van a misa casi todos los domingos. Muy practicante y poco creyente. Claro que es un rito. ¿Y qué otra actividad no sigue liturgias y rituales? . Quítale a un profe de la Universidad el birrete y el ceremonial «Gaudeamus Igitur» y a ver lo que te dice. Ahora vas y a un Real Madrid-City le hurtas el himno de la «Champions». Y a un torero, el paseíllo. En las vistas judiciales se sigue un escrupuloso ritual. Y qué decir de los mítines políticos o la mayoría de programas televisivos. Por no hablarte del protocolo que gobierna un sinfín de actos sociales. El hombre es un ser simbólico por naturaleza. Padres de la antropología moderna como Malinovski o Raclidffe Brown nos lo dejaron clarinete desde hace mucho tiempo. El rito como unidad de un sistema social es la fijación de una experiencia. Las procesiones siguen un ritual. Naturalmente que sí. Y las procesiones tienen un componente teatral. Pues claro. Si lo que representa es un drama, no puede ser de otra manera; el drama de la pasión de Cristo. Un ser excepcional que encarnó para que la Humanidad tuviese su evolución espiritual. Un guía, un maestro del despertar. Un carpintero de almas. Y , además, para un servidor que se declara católico, apostólico, romano y pecador en sus ratos libres, el hijo ontológico ( mucho más que biológico) de Dios.
Muerte. Celebramos también estos días la muerte de Jesús, lo que en principio significaría su fracaso. Algo diametralmente contrario a lo que sucedió. Que un grupo de escogidos que lo habían negado y habían huído despavoridos, tras su horrible y escandalosa muerte, son capaces de reunir una fuerza incomprensible para luego construir y divulgar la religión más importante en la Historia de la Humanidad. El dato, irrefutable, da para pensar. El Jesús crucificado o el Santo Sepulcro que han desfilado estos días por nuestras calles y plazas representan lo que parecía el final de un condenado porque sus enseñanzas, todavía hoy vigentes, molestaban al orden establecido. Y, evidentemente, no lo fue.
Resurrección. Mañana domingo desfilarán otros mantos , otras túnicas , otros colores y otras cofradías, las del Resucitado. Un termino que teológicamente puede inducir al error. Resurrección no es resucitación, no te confundas. No es una reanimación, no es una vuelta a esta vida material y terrena. Jesús resucita a Lázaro. La resurrección de Jesús es una intervención directa del Padre (Abba). Es el paso a una vida nueva. La buena noticia de esa intervención divina es que el Dios cristiano sale al encuentro del hombre con una decisión liberadora en la muerte en Jesús que supone una primicia del destino global de la Humanidad. Una nueva dimensión de la realidad que Dios tiene destinada y preparada para sus criaturas. Unas criaturas que, por su complejidad, son producto de un designio inteligente y no de carambolas materialistas, azarosas y caóticas.
Si, ya sé que a estos asuntos es difícil llegar por la razón. Y que alguno habrá que esta historia que representa la pasión, muerte y resurrección de Jesús, más que un drama, le parecerá un cuento. Luego, a poco que se lo proponga, caerá en la cuenta de que no todo lo que nos rodea es materia. Que hay una componente espiritual en tí y en mí que no se analiza en un laboratorio. Que no hay fórmulas para tus emociones. Que tu cerebro no produce tu conciencia como tu hígado produce bilis. Que cuando la ciencia cree haber hallado todas las respuestas viene el Universo y le cambia las preguntas en un ejercicio de sana humildad. Por eso me gusta la Semana Santa, me gustan las procesiones. Por su forma y por su fondo. La primera, ya te digo, me emociona. El segundo, me motiva a abandonar la obscena superficialidad en la que muchas veces vivimos.
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