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Tengo un reloj que no marca las horas, pero que sí mide el paso del tiempo. Si no lo llevo puesto, no se mueve. En el momento en que lo ato a mi muñeca se pone en marcha; el segundero retoma su ritmo allí donde se paró la última vez que estuvo activo. Sin embargo, es imposible ponerlo en hora: al poco de ajustarlo, empieza a atrasarse o bien se adelanta a su antojo. Si no hago nada, si me limito a ponérmelo y dejarlo avanzar sin tratar de ajustarlo, no hay cambios en ninguna de las manecillas, avanza limpio como la aguja atraviesa los surcos de un tocadiscos.
Es un reloj viejo, claro. La leyenda cuenta que mi padre se lo regaló a mi abuelo hace más de cincuenta años. La historia familiar que me ha llegado es más florida y detalla que mi padre de muy joven se embarcó en un mercante, y que en alguna ciudad europea compró el reloj. A su vuelta, se lo regaló a su padre. Muchos años después, en un ejercicio parecido a aquella reciprocidad circular que trataron de explicar algunos antropólogos británicos en sus viajes a islas remotas, mi abuelo se lo volvió a dar a mi padre. Así, el reloj, que entró en mi familia como un regalo de hijo a padre, se paseó de nuevo entre generaciones, y en este viraje tomó naturaleza de transmisión descendiente. Se transmutó en herencia al uso, de padre a hijo, y creo que ahí empezó su desajuste.
A veces, me pongo el reloj. Ahora, por ejemplo, me dice que son la 16.43, mientras que el ordenador marca las 13.51. Ni siquiera me sirve para conocer la hora exacta después de hacer un cálculo que ponga o quite minutos. No hay un desfase regular. Cambia a su antojo, como si pretendiera engañarme. Más bien, como si se propusiera no ir en hora. Me da la impresión de que a ratos hace descansos imperceptibles entre segundos, mientras que en otras ocasiones se arrebata entre nanosegundos y así va ganando espacio el minutero. Casi siempre, como me pasa ahora, lo percibo como si fuera un amuleto. Puede que responda a algo totémico que me conecta con una conciencia de pertenencia; que al ponerme en la muñeca esta tecnología (qué paradoja) despierte instintos de linaje menos sofisticados que su mecanismo; que, en definitiva, me sienta cómodo al llevarlo puesto durante algunas horas cada tanto.
Este verano se ha parecido mucho al reloj de mi padre y de mi abuelo. Cuando sospechaba que las horas pasaban más lentas de lo deseado, me desesperaba por la monotonía de sus días y me inquietaba por conocer las novedades que traería septiembre, agosto me tomaba el pelo. Alargaba sus tardes y me ofrecía una prospectiva epidemiológica que me hacía preferir la cadencia que antes me incomodaba. Entonces, si optaba por tomármelo con calma y me abandonaba a la idea privilegiada de estar de vacaciones, agosto no daba tregua. Los días se aceleraban, caían como fotocopias y se amplificaba el ruido de los aparatos de aire acondicionado del edificio oficial al que da la ventana de mi dormitorio.
Ahora marca las 17.48. He estado mirando la pantalla durante una hora. Trataba de cazar el cambio, el momento exacto en que el minutero se adelanta frenético, como el ciclista que después de mantener el equilibrio durante varios minutos se arranca en un esprint salvando el peralte del velódromo. A la media hora de tener la mirada fija se me ocurrió que el desfase podría no ser por exceso. ¿Y si a partir de menos veinte a la manecilla le costara subir? Tal vez, el mecanismo, por muy suizo que fuera, se resintiera después de cincuenta años y le faltara empuje para salvar el último cuarto hasta el cambio de hora. No le encontré defecto, no sé dónde estará el engaño.
Antes de que termine este texto me quitaré el reloj y lo devolveré al cajón donde suele estar. Nada de vitrinas, ni almohadillas, ni gamuzas para que no se raye. Lo dejaré caer como si fuera un lápiz o un llavero, sin concederle la deferencia que merece un mecanismo hecho para ser preciso. No quiero que intuya con qué docilidad me someto a su ingeniería, ni me gustaría sorprenderme de nuevo observando con atención sus movimientos. Esperaré a que llegue el día en que lo reciba mi hijo. Trataré de explicarle que el gesto trasciende al objeto y que, a pesar de las apariencias, esto no es un reloj.
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