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Me pasé buena parte de la infancia y la adolescencia convencido de la inaudita crueldad de los indios que aparecían en las películas del Oeste. Sus feroces gestos en las escaramuzas guerreras, las agresivas pinturas de guerra, el que hablasen unos idiomas incomprensibles y guturales los calificaba de inmediato de seres primitivos y violentos (y esa era la intención de las películas), capaces de matar sin piedad a los colonos, incluidos mujeres y niños, que se adentraban en sus territorios. La sangrienta ceremonia, en fin, del corte de cabelleras a los vencidos (que eran de los nuestros), contribuía a dotarlos de una aureola maléfica imposible de superar.
Más tarde, cuando empecé a pensar por mi cuenta, supe que la ceremonia guerrera del escalpelo o corte de cabelleras la habían inventado colonos franceses que, de regreso al fuerte, cobraban una cantidad como premio por cada cabellera arrancada a aquellos 'salvajes'. Poco a poco me fui dando cuenta de que la realidad de la invasión de las tierras indias no tenía nada que ver con lo que nos contaban libros, tebeos y películas. Porque 'los buenos', los soldados americanos que encarnaban célebres y admirados actores de la pantalla, invadían unas tierras que no les pertenecían y luchaban con la ventaja de usar armas de fuego, revólveres y rifles principalmente, con los que matar cobardemente y desde lejos a sus enemigos, sin el riesgo de aproximarse a ellos.
Los indios, que aún estaban en la prehistoria (no conocían la rueda, por ejemplo), combatían con armas primitivas que exigían la valentía del cuerpo a cuerpo, y, a lo sumo, con lanzas y flechas, de alcance muy limitado. Conocemos el resultado: las diferentes naciones indias fueron exterminadas directamente o diezmadas, y sus componentes hoy reducidos en 'reservas', especie de zoológicos, a la condición de seres demediados carentes de la dignidad libre de sus ancestros, y convertidos en muñecos de feria para la contemplación de turistas, que los fotografían, arrebatándoles el alma, que se llevan como trofeo a sus ciudades. La conciencia actual de aquel genocidio, una vez restituida la verdad de la pomposamente llamada 'conquista del Oeste', la proliferación de estudios, ensayos, novelas y películas que presentan a aquellos indios con la visión romántica del 'buen salvaje' no ha conseguido apagar los restos de una hoguera donde ardió buena parte de la historia primera de Norteamérica.
Andando el tiempo, podría pensarse que el progreso ha traído si no su desaparición sí, al menos, una 'dulcificación' de los modos para hacer daño a los semejantes. Nada más lejos de la realidad. La tecnología ha provisto de medios cada vez más sofisticados para eliminar de forma masiva y cruel al enemigo. Los diferentes terrorismos, ciegas máquinas de matar, se han instalado entre nosotros y ya nadie está libre de la insania. Por otro lado, la industria atómica ha creado métodos refinados para exterminar gente. Pero como su poder mortífero podría volverse contra quienes la utilizaron (los EE UU en Hiroshima y Nagasaki), la industria de las armas sigue apostando por nuevos métodos cobardes e igualmente dañinos para eliminar al contrario. El último invento es el de los drones, de increíble sofisticación. Ya no es preciso tripular una aeronave sobre un objetivo donde descargar las bombas, con el riesgo de ser alcanzado por las baterías antiaéreas. La Humanidad ha alcanzado cotas inverosímiles en la tecnología y las ciencias, pero la crueldad continúa presente en las relaciones humanas aunque por medios cada vez más complejos. Hoy, desde un lugar a cubierto en el desierto de Nevada o en Kentucky, un individuo pilota un dron a través de una pantalla, mientras mastica descuidadamente un chicle. El dron lleva una pavorosa carga de bombas y va provisto de sofisticados medios que fotografían el terreno para soltar su carga en el lugar preciso a fin de eliminar personas u otros objetivos. Sin embargo, la precisa tecnología no llega a distinguir si los bultos que se mueven debajo son soldados enemigos, si son civiles, mujeres y niños que están en una escuela, un hospital o van de viaje con un autobús hacia la población vecina o si están reunidos para una boda o un entierro. El que mastica chicle da un trago distraído al bote de cocacola situado junto al ordenador y, cuando se lo ordenan, aprieta un botón que deja caer la mortífera carga sobre los descuidados 'enemigos'.
No hemos avanzado nada. La industria de la muerte ha alcanzado un nivel de perfeccionamiento y maldad que desmiente la vigencia de los valores éticos que la sociedad actual proclama de continuo en sus cónclaves internacionales. Este y otros 'agujeros' lamentables en el interior del sistema social nos indican la falta de una revolución de las costumbres que haga aflorar un hombre nuevo que represente fielmente el futuro que deseamos.
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