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Saldremos reforzados con seguridad de la crisis del coronavirus. Aunque toda crisis implica pérdidas irremediables –la ingente cantidad de muertes y la depresión económica que se avecina–, también recogeremos enseñanzas que podrán embellecer el futuro si sabemos aplicarlas.
Durante las últimas semanas, aprendimos a convivir con una intimidad más significativa, alimentamos la sensación de querer y ser queridos, desvelamos que las distancias físicas pueden vencerse con el corazón, descubrimos una vez más que no podemos dejar el destino de la humanidad en manos de los gobernantes.
La memoria evoca imágenes de las calles desiertas afligidas por el aullido de las ambulancias, el desfile interminable de ataúdes y coches fúnebres, los enfermos conectados a los respiradores, la fría muerte en soledad de los ancianos (sin duda lo más doloroso), los profesionales entregados en cuerpo y alma a su trabajo. También el júbilo al desconectar los soportes respiratorios, la salida ovacionada de los hospitales, los brillantes testimonios de las personas que superaron la enfermedad.
Para vencer esta crisis planetaria, más que una actitud de resistencia, sería conveniente una adaptación progresiva a los cambios, un afrontamiento responsable de la incertidumbre y una huida de los falsos mecanismos de control. De nada sirven las vidas perdidas si no aprendemos de la experiencia y repetimos los errores pasados. Un ejemplo de los cambios emergentes son los programas educativos a distancia o las innovadoras estructuras de teletrabajo –con el peligro creciente de un excesivo automatismo deshumanizado–. Las viviendas, transportes y espectáculos de masas igualmente tendrán que ser rediseñados.
La avalancha informativa, fuente de alarma y estrés innecesario, ha tenido dos frentes principales. De una parte, las cifras de incidencia, gravedad y muertes propagadas de un país a otro en un 'ranking' manipulado con intenciones de crítica política. De otro lado, las múltiples teorías conspirativas han abierto hipotéticas posibilidades sobre el oscuro origen del virus y los malignos intereses financieros, sin que esta búsqueda desaforada de culpables haya demostrado ningún beneficio práctico.
Después de sobrevivir a este virus, seremos más conscientes de la importancia de la prevención de las enfermedades, del cuidado de la salud y de las relaciones interdependientes entre nosotros y el entorno natural. ¿Acaso no ha sido la aberrante inconsistencia de estas relaciones una de las causas principales de la rápida propagación de la pandemia? Los intereses comerciales y los nacionalismos restrictivos deberán dar paso a una mayor cooperación internacional en la investigación de calidad dirigida al bien común, así como en la producción y distribución equitativa del material sanitario.
Aprenderemos a disfrutar del aislamiento voluntario para profundizar en las dimensiones íntimas de nuestro ser. El silencio interior nos dirige hacia lo que realmente somos: un espacio eterno, infinito e incontaminado desplegado entre la nada y el todo. Perderemos entonces el miedo a morir y conectaremos con la realidad de la vida y el sentido cósmico de la existencia.
Hace unos tres mil años, en la India, tuvo lugar un descubrimiento revolucionario: el hombre empezó a observar detenidamente su propia conciencia. Dejó de considerar el mundo exterior como la fuente principal de conocimiento, miró hacia adentro y se encontró con una tecnología divina, una especie de fuego purificador, una luz eterna abierta a la pura realidad. Sujeto y objeto se fundieron en una elevada oración de silencio sin distinción entre lo sagrado y lo profano, lo religioso y lo secular, lo propio y lo ajeno.
La moderna tecnología nos ha robado la chispa divina de nuestra naturaleza humana –auténtico fuego en el sentido prometeico– y nos ahoga en un mar de irrelevancias que anulan nuestra atención y nos convierten en zombis al dictado de una globalización tumultuosa sin sentido. Los lujos, caprichos y fantasías son las necesidades de esta pomposa maquinaria mercantilista.
En su lecho de muerte, Buda nos transmitió una de sus mejores enseñanzas: «Sé tu propia luz». Una poderosa llamada para potenciar nuestra autonomía en libertad y cuestionar cualquier autoridad impuesta por la fuerza o la costumbre. Vivimos en el mejor de los mundos posibles –si así sabemos apreciarlo–. Todo depende de nosotros mismos, de nuestra capacidad para decidir con honestidad el bien individual y el bien del mundo en el que vivimos.
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