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En casi cualquier lugar del mundo, los hijos siguen muriendo al alba. La noticia hoy es que el veneno se sirva en copas doradas

Jueves, 16 de abril 2020, 00:38

«En este oscuro abismo sobre el que nos mecemos» (Manolo García) desearía que los mandamases de cualquier escala geopolítica no hubieran sido tan incapaces. Conociendo a tiempo esta furia epidémica, necesitaron demasiadas reuniones mientras desprotegían a muchas personas que hoy se juegan –y pierden– la vida. No mostraron visión en el análisis de lo evidente. La ciencia no bastaba. El orden económico debía imponer su lógica de beneficios. El orden burocrático debía insistir en su inercia de acecho. Esta 'intelligentsia' parece pensar que las acciones se pueden disociar de sus consecuencias y actúa como si los enfermos, los viejos y los muertos fueran abstracciones.

Les honraría reconocer su acojonada improvisación y dejar de ocultarse tras expertos enchufados, pornográficamente insuficientes para las complejidades de la gestión hospitalaria. Los sanitarios, como los científicos, llevan demasiado tiempo sufriendo a sus directivos, quienes en su pulsión cortoplacista corren fascinados hacia el humo mientras olvidan la madera noble. Pero nunca se queman.

Así nos pilló el cisne negro: corriendo vertiginosamente hacia ninguna parte. Decía Paracelso que «por mucho que un médico conozca, inesperadamente se presenta un azar –un cuervo blanco– y se carga todos los libros». Nuestro problema es que ya teníamos cuervos negros, hoy oportunistas de guardia, antes catequistas del austericidio, facultando el destierro del talento y al lobbismo especializado en la destilación de aceite para puertas giratorias. Cabe señalar la criptobiosis de la UE, puritana quimera que tras el expolio africano, hoy devora sus propias manos, con el alto funcionariado como atalaya del peor de los crímenes: la indiferencia (Joaquín Araújo). No pidan prestado: reclamarán como Shylock en 'El Mercader de Venecia', su «libra de carne viva» de quienes no puedan pagar sus deudas.

Se requiere alteridad. Estar donde los otros. Para las mayorías invisibles, silenciosas y desnudas, nuestro camuflaje antiviral es una opción impracticable. En África, enfermedades como la tuberculosis ya matan un millón al año, por no hablar de la malaria. La vulnerabilidad crecerá por precariedad sanitaria, malnutrición, falta de agua corriente, violencia tribal y debilidad económica. En casi cualquier lugar del mundo, los hijos siguen muriendo al alba. La noticia hoy es que el veneno se sirva en copas doradas ('venenum in auro bibitur').

Nuestro refugio era fáustico, pues habíamos entregado las almas hipocondríacas a la hiperfrecuentación hospitalaria y ahora no queremos saber del infierno. 'Desescalados' por tecnolatría, aspiramos a la inmunidad por escala. En esta pirámide perturbadora de la vida y mientras consumimos verdades fabricadas, fraudulentas, caducas y cómplices. Y ahora vamos como una banda de tuertos siguiendo a un ciego porque un virus se sirve gourmet en el supermercado del espanto.

Toda queja es hoy estéril. «Cuando las horas decisivas han pasado es inútil correr para alcanzarlas» (Sófocles). Es más práctico un enfoque estoico, pero cientista. Nada que oponer al aislamiento voluntario: quien va al desierto no es un desertor. Pero nacer es arriesgado y ninguna grandilocuencia infantil nos desanudará de la realidad. «Bien sabía yo que no había engendrado a un inmortal», nos dice Anaxágoras cuando le comunican la muerte de su hijo.

Ya que la historia parece un clarín averiado, las catástrofes siempre llegan para frenar la estampida desde el antropocentrismo bíblico hasta la deificación transhumanista. Lo que sufrimos hoy ha sido dicho 'ad nauseam' por científicos de la biodiversidad. Hay trampas intolerables a la naturaleza. Seguimos siendo animales sensibles en la escala local. Las ciudades serían más seguras si conservaran su capacidad de cooperar y de producir lo que consumen.

Grito por una interdependencia fraternal. Salvar a los moribundos para que nos digan qué debimos hacer mientras se pudo. Sé que los ricos siempre querrán más pasta para gastar y los envidiosos más foco para calumniar. Pero no creo que sea romántico perseguir un mundo mejor. Aprender del desconsuelo. Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir (Luis Rosales).

Mi esperanza y mi corolario es que necesitamos un accidente. Gloria para los científicos resueltos que alcancen a sortear las cuarentenas burocráticas que conducen al ensayo clínico. Necesitamos ciencia inspirada, desconsiderada y sin consenso. Tras milenios de cataclismos pavorosos, aún transportamos en nuestras células el legado epigenético de cada superviviente gracias al sacrificio de unas minorías obsesivas. Gloria para mis amigos sabios José María Moraleda, Salvador Martínez, Damián García-Olmo, Manolo Segovia, Eduardo López-Collazo, Cristóbal Belda, y tantos otros que pierden el sueño para descifrar las claves de una nueva supervivencia. Gloria y honor para todos los que se saben con el tiempo tasado, la tierra prestada, y, aun así, asumen riesgos por los demás. En sus manos divinas estamos.

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