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Es frecuente escuchar, sobre todo a los mayores, frases como «todo ha cambiado mucho, en muy poco tiempo». Y es cierto que, si echamos la vista atrás, hasta hace poco se repitieron costumbres que estuvieron presentes en la vida social durante siglos, y desaparecieron casi ... de pronto del uso cotidiano. Costumbres no escritas en código de comportamiento alguno, sino que se han transmitido de generación en generación, y no como obligaciones impuestas por nadie, sino como convencionalismos mantenidos por la tradición. Entre ellos mencionaré algunos aún presentes en el recuerdo, que invitarán al lector a evocar otros, imposibles de mencionar en un texto de extensión limitada.
En el comedor de los domicilios de los de mi generación y anteriores, siempre hubo un cuadro de la Sagrada Cena de Cristo con sus discípulos. El cuadro en cuestión, de más o menos valor pues podía ser una pintura, un relieve en material noble o un conjunto de bulto, era una de las piezas que se ponían en las listas de boda y no faltaba entre los obsequios que se hacían a las parejas que iban a contraer matrimonio, antes de imponerse la costumbre del ingreso bancario ahora dominante.
De igual forma, no faltaba en las listas elaboradas por quienes iban a casarse el crucifijo que se disponía generalmente sobre la cama de matrimonio, a veces sustituido por una imagen de la Virgen María o un santo de la devoción de la pareja o de uno de ellos.
Era habitual también que las personas de cualquier clase y condición social se santiguasen al pasar por la puerta de un templo. Y que la mujer se cubriese la cabeza para entrar en él, mientras que el hombre se despojaba del sombrero, boina o gorra con que se tocaba. Y ello por entenderse convencionalmente como una cuestión de respeto al interior de la Casa de Dios. No era pues, extraño, que la inmensa mayoría de las mujeres llevaran un velo o mantilla en el bolso, entre sus objetos personales y, cuando esto no ocurría, que se echara mano de un pañuelo moquero que, cuidadosamente desdoblado, suplía al velo mencionado.
El pan para consumir, bien se adquiriera en panadería o fuera amasado en casa, ofrecía aspecto circular, de mayor o menor diámetro. Antes de iniciar su troceo, a la hora de comer, era habitual hacer la señal de la cruz en la parte plana del mismo. También, siempre que un trozo de pan caía al suelo, lo primero que se hacía al cogerlo era besarlo, como signo de respeto hacia el alimento que nunca debía faltar en la dieta alimenticia.
Era costumbre generalizada, sobre todo entre los niños que jugábamos en la calle, correr a besar la mano del sacerdote, cuando este se hacía presente en la misma. Su figura ensotanada era fácil de distinguir entre el resto de los transeúntes.
Siempre llamó mi atención el lugar donde la mayor parte de las mujeres guardaban su monedero: en el sujetador. Sin duda era aquel sitio seguro y, con toda naturalidad, echaban mano al pecho, perdiéndose esta entre la ropa, para extraer el continente de su riqueza, sobre todo aquellas que habían sido agraciadas con buen tamaño por la naturaleza.
El encabezamiento de las cartas, en la comunicación epistolar, tuvo numerosas fórmulas según estas fueran familiares, comerciales, amistosas, etc. Sin embargo, lo más frecuente era comenzar la misiva con la fórmula... «me alegraré que al recibo de esta se encuentre bien. Yo quedo bien G.A.D» (gracias a Dios), utilizada sobre todo, por soldados que cumplían el servicio militar.
Otros convencionalismos formaban parte de lo que durante tantos años se denominó 'urbanidad', que era asignatura no obligatoria en los currícula estudiantiles. Ceder la acera o el asiento a los mayores, descubrirse los hombres para saludar, responder «jesús» tras el estornudo, contestar «servidor» al pasar lista y terminar con la frase «para servir a Dios y a usted» cuando te preguntaban el nombre, todos ellos en desuso, fueron de obligado cumplimiento para nuestros padres y abuelos.
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