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Permítanme que dedique este artículo a hacer una reflexión en voz alta para mí, que comparto con todos ustedes. El próximo domingo, que nos leeremos ... en estas páginas también, cumplo 29 años. Entiendo que es una edad ridícula en comparación con algunos de ustedes que creerán que soy poco más que una niña, pero ya empiezo a bordear esa edad en la que estoy más cerca de que se me pase el arroz que de pedir la paga.
Cuando uno es pequeño y piensa en cómo será su vida a los 30 se imagina a sí mismo con una familia ya formada y consolidada, casa en propiedad, un trabajo estable e inmerso en la seguridad propia que un niño entiende que asola a la edad adulta. Por vergüenza torera no les confesaré cuáles de esos hitos me quedan por cumplir, pero sí me voy a adentrar en la última parte del planteamiento.
Cuando somos pequeños nos enseñan muchas cosas de la vida. Conocimientos técnicos derivados de la instrucción en el colegio, valores morales intrínsecos a la familia. Consejos sobre qué futuro profesional elegir, con qué persona estar o qué tipo de decisiones tomar. Pero hay toda una serie de cuestiones que, asumiendo que estoy al borde de dejar de considerarme joven hasta para los beneficios de la administración, ahora creo que me gustaría haber sabido durante mi transición a que los adolescentes me llamen «señora».
Lo primero y más importante es que la independencia y la libertad llevan aparejadas la responsabilidad. Es evidentemente molesto someterse al dictado de los padres para llegar a una determinada hora a casa por la noche, o para autorizar un plan de ocio, o incluso para dejar de ver la tele a las 23.00 porque, si no, problemas para despertarte al día siguiente o, por supuesto, para recibir el sustento económico que permite 'instagramear' algo como una taza de Starbucks con asqueroso café un viernes por la tarde. Tener independencia formal, con casa y vida propia; y material, con dinero ganado por uno mismo para manejar, permite abolir de un plumazo todos esos problemas, pero genera otros muchos más importantes aún: sin esfuerzo no solo es que no haya recompensa, es que no hay vida. Lo peor que le puede pasar a un niño que no cumple con su obligación es quedarse sin salir un fin de semana. Lo peor que le puede pasar a un adulto es quedarse sin vida.
Lo segundo, que aunque parezca frívolo en el fondo es esencial, es que nadie se muere de amor. Se sufre, se odia, la ira te posee y el mundo parece que se acaba. Pero al final, incluso cuando alguien te traiciona de la peor manera posible en la peor circunstancia imaginable, siempre llega el día en que el dolor simplemente desaparece. Solo es cuestión de esperar.
La tercera, probablemente la más sorprendente para un niño, es que las personas no tenemos derecho a nada. El éxito personal y profesional puede aparecer de casualidad, pero generalmente lo hace por causalidad. Hay una línea de correlación directa entre el esfuerzo y las recompensas que se obtienen de ello. Cuidar a tu entorno y sacrificar cosas por su bienestar redunda en que ellos hagan lo propio por ti. Dedicar más horas de la cuenta a ser mejor profesional hará que el trabajo deje de ser solo una obligación y se convierta casi en un hobby involuntario impulsado por la motivación.
Pero el último, que en realidad es el más importante, es que la felicidad es un concepto completamente subjetivo y casi siempre válido en todas sus vertientes. Se puede ser muy feliz siendo ama de casa y cuidando a una familia y se puede ser igualmente feliz siendo un alto ejecutivo sin hijos que solo vive para el trabajo. Se puede disfrutar viviendo con 30 años en una eterna adolescencia o siendo el adulto que siempre imaginaste que serías. Se puede ser feliz de muchas formas, pero la única que te va a funcionar a ti es una: la tuya. Que la vida de los demás nunca sea una excusa para disfrutar la propia.
En fin, en qué momento llegué a esa edad en la que creí que tenía autoridad moral para darle consejos a los jóvenes. La semana que viene, empero, seré casi anciana.
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