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Uno de los términos más repetidos a raíz de la epidemia viral ha sido el nombre del medicamento hidroxicloroquina. La controversia que han suscitado las dudas sobre su eficacia para tratar la infección, han acentuado la polémica. También por sus potenciales efectos secundarios perjudiciales. Distintas voces de expertos han manifestado opiniones divergentes. Un gran estudio –aunque discutible por su carácter observacional– publicado estos días en la revista científica 'The Lancet', desaconsejaba su uso. Pero creo que se impone la cautela. Gran parte de la popularidad de la hidroxicloroquina deriva del hecho de que fuera el presidente norteamericano uno de los principales valedores de sus bondades. Trump confesó sin ningún rubor –como tiene por norma– que lo tomaba de manera preventiva, para evitar contagiarse. Y obró así desoyendo incluso las recomendaciones de su principal asesor en la epidemia, el reputado doctor Antony Fauci, una figura mundialmente reconocida y admirada por no pocos médicos, entre ellos los españoles.
La hidroxicloroquina y la cloroquina son medicamentos utilizados habitualmente, con notable eficacia, para tratar la malaria y diversas enfermedades reumáticas. Son derivados de un extracto natural, la quinina, obtenido de la corteza del árbol de la quina, originario de América del Sur. El nombre le viene de Chinchón, en honor de una virreina del Perú, allá por el siglo XVIII. Las vicisitudes de su introducción en la medicina darían para un relato, encuadrable perfectamente en los parámetros del realismo mágico, tan caro a la literatura del llamado 'boom' latinoamericano. Sería una narración entre verosímil y fantástica. De asistir a un salto temporal, imaginamos el pasmo de la virreina al comprobar cómo uno de los derivados de su patronímico ha adquirido singular protagonismo en la actualidad, asociado a la infección vírica por Covid. Cuentan las crónicas que, estando aquejada por unas fiebres prolongadas –quizás la malaria tan prevalente–, los indios conocían un remedio contra la fiebre: el extracto de la corteza de un árbol, la quina. Tras administrárselo a la aristócrata, desapareció la enfermedad.
A partir de entonces se popularizó su uso, conociéndose como polvo de los jesuitas, responsables de su difusión por toda Europa. Tan preciado remedio concitó el interés de no pocos naturalistas ilustrados de la época. Fue el excelso botánico Linneo quien, en su clasificación de las especies vegetales, como homenaje a la noble dama, bautizó al árbol de la quina con el nombre de 'Cinchona officinalis'. Investigaciones posteriores han puesto en duda la veracidad de la anécdota, achacándola a la imaginación. Si bien algunas dosis de verdad, adornadas con toques de ficción, debía de tener la supuesta leyenda. Gracias al afán ordenancista de los naturalistas ilustrados, el nombre de Chinchón y sus derivados, quina y quinina, han quedado grabados a perpetuidad, tanto en la clasificación de plantas como en el genérico de los medicamentos. Con posterioridad, a partir de los alcaloides de la quina, se obtuvieron los derivados sintéticos citados, como la cloroquina y la ahora popular hidroxicloroquina.
No es una cuestión menor bautizar cada medicamento que se pone en circulación. Una de esas máximas de honda raíz filosófica afirma que, aquello que no se puede nombrar, no existe. Cuanto nos rodea en la naturaleza tiene una denominación propia, individual. De forma que, cuando nombramos algo, identificamos su categoría universal, diferenciándolo del resto de cosas existentes. Como en un párrafo señala García Márquez, en su novela paradigma del comentado realismo mágico 'Cien años de Soledad', el mundo era tan antiguo que las cosas aún no tenían nombre. A ese acto creador del logos, la palabra, propio de nuestra especie, se añaden incesantes descubrimientos de la naturaleza, amén de cuanto el ingenio humano sea capaz de concebir. Ocurre con los nuevos medicamentos que, en un progreso irrefrenable, es preciso bautizarlos. Un reto este que hace imprescindible observar normas de aplicación universal, con unas directrices ya establecidas, oficiales, reguladas tanto por la Administración de Drogas norteamericana (FDA) como las Agencias Española y Europea del Medicamento. Se trata de clasificarlos basándose en tres designaciones. En primer lugar, el nombre de la molécula original, conocida por un conjunto de letras y números. Le sigue el nombre genérico, similar para toda una familia de fármacos. Por último, el apelativo comercial, por el que se conoce en el mercado, llamado 'de fantasía'.
Para este último, libre e imaginativo, propio y particular de cada compañía farmacéutica, se buscan nombres originales, sonoros, pegadizos y que no induzcan a confusión con otros ya en uso. Algo de lo que fue feliz precursor Linneo, con su homenaje a la condesa de Chinchón.
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