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Se lo tengo dicho a mi única hermana, a quien encargué mis últimas voluntades (espero que todavía algo prematuramente):
–Te mando que cuando fallezca me tiréis al Atlántico norte para que me coman los peces y los cangrejos. Me son más simpáticos que los ... gusanos. ¿Me entiendes?
–Muchacho qué cosas tienes. ¿Tus cenizas al mar?
–Nada de mis cenizas. Mi cuerpo, al océano, alejado de la costa y amarrado a un peso para que no flote a los tres días. Tú verás cómo os arregláis para evitar a la Policía...
Mi hermana me respondió que ni pensarlo. «Tú, a tu sitio en el panteón familiar de Nuestro Padre Jesús, como todos». «Si haces eso te voy a aparecer por la noche» («te saldré», amenazaban antes las viejas si no se cumplían sus postreras instrucciones), respondí. Siempre me acuerdo de las tristísimas sepulturas que le dimos a mi gente cercana. Las tengo en mi cabeza como desdichas de un calor achicharrante, rumor de moscas, cipreses secos, terrones de polvo tercermundista y otro panteón al lado con una placa donde se amenazaba a todo el mundo que la leyera. No quiero eso para nadie.
Desearía, por el contrario, haber servido para algo, finalmente, en esta vida en buena parte fallida, al acabarse; devolver al océano montañoso y gris algo de la felicidad que me regaló; regresar a mi elemento y allí disolverme hasta ser más indetectable que el más diminuto zooplancton. Con mi conciencia intacta, confío, que me permita conocer que puedo estar al tiempo en todas partes y en ninguna. Que mi lápida sea una geolocalización aproximada en las cartas marinas.
Hará un par de años compré una botella de whisky escocés Laphroaig. Un leño ardiendo en la boca. Adjuntaban, como distinción, la propiedad numerada de un metro cuadrado de tierra frente al mar, en las islas Hébridas. En ese metro privilegiado e inacabable, que llega hasta el centro de la tierra, podía uno mandar enterrar sus cenizas. Reconozco que me tienta.
Pero las cenizas crematorias, que siempre me han parecido un poco puritanas, son vanidad y nada más que vanidad. Me debo a los peces y a los cangrejos del fondo; a la humildad de dar las gracias alimentando a aquello de lo que siempre han estado hechos mis sueños.
El océano que me estrecha con su oscuro brazo.
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