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La colonia

¿Dónde están el célebre ingenio y la rapidez mental que se nos atribuyen como cualidades legendarias?

Lunes, 24 de agosto 2020, 09:09

En esta lejana provincia del imperio británico (al menos en lo que se refiere a la lengua, la tecnología y las costumbres), vamos a remolque de lo que dicta su industria cultural. Nos dejamos arrastrar por sus novedades, traducidas en una avalancha lingüística, que llega como incesante bombardeo. Y así, nuestra conversación cotidiana, nuestras lecturas se pueblan de palabras insólitas, incomprensibles para la mayoría, pero que aceptamos sin rechistar porque, antes, la élite de los modernos, la casta de los 'enterados', el batallón de los pijos y numerosos medios de comunicación han sucumbido a su influjo. Bien está confraternizar con la lengua de Shakespeare usando algunos de sus hermosos términos (toda lengua es hermosa en tanto que expresión del ser íntimo del pueblo que la habla) como indicio de que miramos más allá de los Pirineos y fuera de nuestro propio ombligo, pero de ahí a rendirnos con armas y pertrechos ante la invasión va un abismo. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo.

Llegados a este punto, cabe decir que estas voces nuevas no existen en nuestro idioma porque lo que designan se ha inventado o puesto de moda más allá de los límites del país. Por ello se hace inevitable su utilización, salvo que se haga un esfuerzo por adaptarlas. Son innumerables las de la medicina, la música, la moda, la tecnología, las relaciones comerciales que llegan en catarata avasalladora, lo que constituye un hecho inquietante por la dificultad de incorporarlas, escribiéndolas y pronunciándolas en el original. ¿Dónde están, sin embargo, el célebre ingenio y la rapidez mental que se nos atribuyen como cualidades legendarias, y que nos servirían para adaptar con un mínimo de elegancia esas voces a nuestros modos expresivos? Tenemos la brillante capacidad de hacer chistes sobre cualquier suceso divino o humano inmediatamente después de producirse, ¿y no la tenemos para buscarle traducción a un término recién instalado entre nosotros? Así, aparece 'selfie' y sus horrendos híbridos de español e inglés como 'paloselfie'. Por pereza mental los adoptamos, porque a nadie se le ocurre sustituirlo por 'palofoto' o autorretrato, concepto éste consagrado por la pintura y la fotografía. La Academia acaba de acoger 'autofoto', aunque también, con actitud salomónica, 'selfi'. Puestos a inventar, valdría igualmente 'fotoyó', que viene a ser lo mismo.

La revista 'People' elaboró un escalafón (a punto he estado de escribir 'ranking': debemos permanecer vigilantes, pues el enemigo acecha) que situaba a Sandra Bullock como la mujer más guapa del mundo, pese a sus cincuenta años. Por aquel entonces se puso de moda entre nosotros 'ageism' –discriminación por causa de la edad–. El término, ya preexistente, fue traducido en su momento como 'ageísmo' o 'edadismo', palabros indigeribles para cuya sustitución quizá habría soluciones menos hirientes para los oídos y el buen gusto

Sé que a estas alturas, la resistencia contra la invasión anglófona no servirá para frenarla

Algunas batallas contra la invasión lingüística las perdimos por derrota total, y no solo las relativas al inglés. Con el Tratado de Maastricht, allá por 1992, ingresamos en la Comunidad Europea. A nadie se le ocurrió, aquí, reivindicar su nombre español, Mastrique, que lo tenía desde el siglo XVI. Está presente en numerosos documentos históricos, exactamente desde que estuvimos allí repartiendo y recibiendo estopa contra los holandeses durante las guerras flamencas, cuando los españoles éramos un temible imperio. Mastrique, en su forma española, se encuentra referida en los libros de historia, en el teatro (Lope de Vega escribió la comedia 'El asalto de Mastrique') y en las novelas del Capitán Alatriste, escritas por nuestro coterráneo Arturo Pérez-Reverte. Pues bien, seguimos pronunciando y escribiendo mal Maastricht. Con lo fácil que sería continuar diciendo Mastrique...

Tiene delito asimismo que en un país habitado durante ochocientos años por musulmanes, que dejaron innumerables denominaciones árabes en ciudades, apellidos, topónimos y gentilicios, cuando surge el nombre árabe de Osama ben Laden lo digamos a la inglesa ('bin Laden'). Como si no existieran los Benifayó, Benidorm, el cordobés ibn Hazam (autor del bellísimo 'El collar de la Paloma'), el murciano ibn, o ben, Arabí, Abén Humeya, la familia lorquina de los ben Alhaj... Nombres formados con 'ben', 'aben', 'ibn', o 'beni', que indican ser el o los 'hijos de'. Así, Benamaurel (hijos de Aben Moriel), Benízar (hijos del más afortunado), Beniaján (hijos de los que amasan yeso), Benalmádena (hijos de las minas), Benicasim (hijos de Qasim)... Pero seguimos empecinados en el error.

Sé que a estas alturas, la resistencia contra la invasión anglófona no servirá para frenarla. Permítaseme, sin embargo, que de modo particular abomine de este avasallamiento, impuesto por el poder de la potencia y favorecido por la ingenuidad y la entrega de quienes nos humillamos voluntariamente ante sus designios, por la de quienes creen ser la vanguardia cultural y por el poder de determinadas corporaciones, tras de las cuales suelen agazaparse los dueños del dinero y el poder.

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