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En esta prolongada e interminable temporada, con el omnipresente virus por testigo, la Ciencia, con mayúsculas, se ha visto encumbrada en el podio de la consideración pública. Ante la incertidumbre para afrontar tan descomunal y novedoso reto sanitario, su sola mención –como si de un oráculo infalible se tratase– se esgrime para zanjar cualquier debate sobre decisiones controvertidas. Se apela a su consideración en el imaginario colectivo, como depositaria de certezas indiscutibles para sostener cualquier directriz que menoscabe hábitos y costumbres establecidos. Hablamos de un modo de vida periclitado por la tremenda eclosión de tan descomunal disturbio. Interiorizado aquel como rutinario y que, por el momento, se antoja complicado restaurar tal y como lo conocíamos. A esa Ciencia se le demanda claridad, certezas y garantías, para convencer a la sociedad de la necesidad de aceptar de buen grado situaciones incómodas.
Sin embargo, convendría matizar los límites entre los cuales se encuadran Ciencia y verdad absoluta. Sabido es que, más allá de suposiciones por similitud con episodios similares, la interpretación científica necesita corroborar hechos y demostrar relaciones que sean racionales entre fenómenos. Debe alejarse tanto de especulaciones gratuitas como de creencias indemostrables, sin fundamento. Para aseverar o refutar estas eventualidades, resulta esencial el apoyo del factor tiempo. El don de la infalibilidad no es una prerrogativa de la actividad científica. Está en su esencia establecer mediante hipótesis diferentes posibilidades, valorando e interpretando los fenómenos, para extraer conclusiones acertadas. Todo ello tras un sinfín de ensayos en los que alternan datos positivos con errores y vías desacertadas. Dudas y titubeos que mueven a descartar o aceptar conjeturas, cuando así lo justifiquen los resultados, piedras sillares sobre las que se asienta el progreso científico.
El verdadero saber se encumbra sobre las ruinas de proyectos fallidos y desviados, para desvelar los múltiples interrogantes que los elementos de la naturaleza esconden. Es comprensible que, señalada como depositaria de las esencias de lo cierto frente a lo falso, el ansia de aferrarse a sólidos apoyos sitúe las vacilaciones en el manejo de la pandemia, en la diana de denuestos y descalificaciones. Con lo que ello supone de pérdida de credibilidad en la consideración colectiva, aun cuando no sea algo privativo de esta nueva epidemia. Es el quehacer científico un largo, complejo, accidentado y, en más ocasiones de las deseables, frustrante avanzar en aras de obtener algún resultado verdadero, de aplicación y validez universales.
Semejantes vaivenes y altibajos favorecen la impresión de desconcierto. Desde diversos estamentos –con lógica preocupación por sus repercusiones ajenas a la salud pública– se demandan datos incuestionables, por parte de colectivos que se sienten perjudicados por decisiones tenidas como volubles. Los responsables públicos se ven acuciados a fundamentar sus disposiciones, discutibles o no, con un importante nivel de incertidumbre. Es un riesgo necesario, sopesando ventajas e inconvenientes, sin poder sujetarse a una completa evidencia para todos los interrogantes.
De ahí que resulte lamentable, por inadecuado, el espectáculo de convertir cualquier medida en arma arrojadiza, siendo aceptada o rechazada en función de la particular óptica de cada grupo. Observamos perplejos que, en iguales circunstancias, lo aceptable para unos es denigrado en igual medida por otros. Con el añadido del recurrente y consabido soniquete de exigir responsabilidades, por no adecuarse los resultados a las ideas preconcebidas. Como ya señaló Marx, la posición objetiva condiciona la forma de ver el mundo. Pero así anda la situación: adoptando nuevos puntos de vista, incluso contradictorios, conforme se van estableciendo conocimientos consumados.
Cuando aún no ha transcurrido siquiera un año desde el inicio de la epidemia, persisten incertidumbres clave. Por ejemplo, el origen viral, las temibles mutaciones, las diferentes vías de contagio, la duración de la protección inmunitaria o la mejor manera de protegerse del contagio. Sin olvidar cuándo desaparece, si es que lo hará, este virus de nuestro descontento. Para ir paso a paso, con lentitud para las lógicas pretensiones de la sociedad, ahí está la Ciencia andando y desandando trayectorias. Lo incierto de esta crisis exige un ritual de paso. Mientras tanto, apelemos a la calma y sosiego del debate. Vivimos zarandeados por la convulsa situación que ha trastornado notables parámetros, ya establecidos, de nuestra convivencia social. Son estos asumir la fragilidad existencial o la consideración de la muerte, pero asimismo un resurgir de la solidaridad. En esta disyuntiva compete a los dirigentes sociales aportar serenidad. Los científicos están privados de iluminaciones súbitas para esclarecer, en un rapto de genialidad o de suerte, circunstancias oscuras e inciertas.
Con equidad, como reza la utopía de Horacio: «La excelsa Atenea añadió a mi arte un deseo: distinguir lo curvo de lo recto y buscar la verdad en las arboledas de la Academia».
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