Cien años con Delibes
ALGO QUE DECIR ·
El amor no pasa nunca, escribía Pablo de Tarso, y el gusto por la literatura tampoco, añado yoSecciones
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ALGO QUE DECIR ·
El amor no pasa nunca, escribía Pablo de Tarso, y el gusto por la literatura tampoco, añado yoYo empecé a leer en serio con Miguel Delibes, porque siempre hay un libro y un autor que te inicia del todo en la palabra y en el arte con mayúsculas, aunque uno haya leído muchos libros antes, títulos y autores banales, que ahora consideran los didactas necesarios para iniciar al niño en la lectura y los recomiendan, los mandan para leer en casa, y los padres los compran, y se crea un enorme malentendido, porque el verdadero amor llega cuando llega y nunca le viene bien la precipitación y la velocidad.
La noche que abrí por vez primera 'El camino' comprendí que aquello era otra cosa, aunque en diversos momentos hubo otras cosas y otros descubrimientos y aún hoy, los sigue habiendo. El amor no pasa nunca, escribía Pablo de Tarso, y el gusto por la literatura tampoco, añado yo, bastante menos relevante y absolutamente desconocido.
Este año cumple un siglo uno de esos narradores inmortales, arraigado a la tierra, a su tierra castellana como una planta más, elegante como todos los hombres del campo y humano como un intelectual comprometido y único.
Pero leí muchos de sus libros, yo creo que los he leído todos, y me gustaron, el atrevido y crítico 'Cinco horas con Mario', los entrañables 'La hoja roja' y 'Las ratas', el terrible 'Los santos inocentes', el dulce 'Diario de un cazador'. Me hice un adicto a su escritura, a ese castellano exclusivo, limpio y austero, creado por él, con el que nos ha contado historias emocionantes y de una cotidianidad mágica.
Una pasión, un personaje y un paisaje, decía él que bastaban para crear un buen relato. A mí me convenció del todo desde la primera página de 'El camino' hasta esas 'Viejas historias de Castilla la Vieja', que he vuelto a releer en estos días malhadados del confinamiento; de hecho, yo quise ser siempre Delibes, escribir con su majestuosidad rural, poseer ese idioma puro y de resonancias medievales con el que lo mismo hablaba en una de esas raras entrevistas que concedió a alguna televisión, escribía sus artículos de 'El Norte de Castilla' o construía a sus personajes, de piedra, de papel y de meseta.
No le dieron el Nobel como a su compatriota Cela, porque en Suecia no entienden del todo el castellano bueno y clásico, la humildad excesiva y la coherencia de un novelista sin alharacas que parecía no haber salido nunca del pueblo, de aquel pueblo humilde y luminoso del que se tuvo que marchar un día Daniel El Mochuelo para seguir el camino que el destino y su padre le habían impuesto.
Aquel muchacho habría cumplido por estos días cien años y quizás tuviésemos la suerte de que sus mermadas fuerzas no le impidieran seguir construyendo relatos de una humanidad exacerbada, delicadas ficciones donde la realidad de una Castilla tan personal como exclusiva permanecería presente siempre, emotivas fábulas de hombres y muchachos en constante diálogo con la naturaleza viva, con los animales de la tierra, abuelos modélicos y recalcitrantes decididos y capaces de darles una lección a un puñado de jóvenes perdidos en un pueblo diminuto. Mucho de la España vaciada, esa de la que se habla tanto últimamente, se marchó con él después de dejarnos su verdad última entre las páginas de sus novelas, porque para Delibes la verdad estaba en la tierra y en el cielo, en los hombres y en las mujeres que sabían interpretar los signos de los campos y de los amaneceres y poseían el misterio de la existencia real. Ahí estaban su paisaje y sus personajes, la pasión era la misma vida.
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