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Ya tenemos otra fiesta encima. A poco que nos demos cuenta, este liberalismo actual que crece y crece, sigue incitándonos a regalar, o sea, a ... consumir. No contentos con el dispendio que supone la vuelta al cole septembrina, que parecía que podíamos dejar de dilapidar hasta Navidad, se inventaron el famoso 'Black Friday', que estiró su condición de viernes hasta bastante más allá de una semana. Y como de Navidad y Reyes (que en nuestro país se han convertido en dos momentos seguidos para regalar, pues pocos se resisten a no cumplir con Papá Noel y con sus Majestades a la vez) hasta Semana Santa parecía demasiado tiempo sin derrochar, ahí que tenemos al bueno de San Valentín para darnos una oportunidad de hacer que nuestros saldos desciendan de buena manera. Quienes tengan saldos, por supuesto.
Y ¿quién es este San Valentín de las narices? Imagino que más de uno, y más de dos, sabrá que era un santo varón romano, de tiempos de Claudio II, emperador que apenas gobernó tres años, de 268 a 270; pese a lo cual, demostró sus dotes de perseguidor de cristianos. Se cuenta que el tal Valentín, estando en las cárceles del imperio, casaba a soldados con sus novias. Por eso, y por seguir la fe de Cristo, se le condenó a ser decapitado. Antes de morir tuvo ocasión de darle a una muchacha ciega, hija del juez de la prisión, que estaba a la espera de una condena similar, un papelito escrito de su mano que la joven leyó (curada milagrosamente de su ceguera), algo así como 'Tu Valentín'. De esa manera, éste quedó entronizado como santo decapitado y enamorado. Ignoro si esta historia es cierta en los términos en que la cuento. Si no lo fuera, merecería serlo.
Pero, ¿por qué festividad y por qué el 14 de febrero? Resulta que el cristianismo siempre ha tenido la habilidad de sustituir fiestas paganas con fiestas religiosas, en fechas coincidentes. Ahí tenemos la propia Navidad, los carnavales, la Semana Santa, San Juan... Además que lo hacían de manera siempre inteligente. En estas fechas de mediados del invierno, los romanos celebraban las lupercales. Los muy bestias mataban perros y cabras para, con sus pieles aún sanguinolentas, azotar a las doncellas que querían quedarse embarazadas. Entonces llegó el Papa Galasio I (estamos a finales del siglo V), que decidió sustituir la fiesta de la fertilidad por la del amor y la afectividad, siempre los 14 de febrero del calendario gregoriano. Avanzado el siglo XVI, otro Papa, Pablo IV, hizo que dejara de celebrarse esa conmemoración, después de que el concepto de amor cortés medieval se llenara de poemas o 'valentinos', así llamados los apasionados versos que se mandaban los amantes. Por aquel tiempo no fueron pocas las comparaciones que se establecieron entre nuestro santo y el pagano dios Cupido. Se dice que fue el poeta inglés Chaucer, siglo XIV, el primero que citó a San Valentín como festividad en un libro suyo llamado 'Parlamento de los pájaros'.
Quizás por eso, no lo sé exactamente, la fiesta fue seguida más por anglicanos y luteranos que por católicos. A principios del siglo XIX, era normal que, entre damas y caballeros ingleses, se cruzaran tarjetas con poemas, para abrir la puerta a futuros ligues. Por ese mal uso del santo, Pablo VI en 1965, en el Concilio Vaticano II, terminó por eliminarlo entre sus conmemorados. A esas alturas, San Valentín se había convertido en la gran fiesta del liberalismo más rancio y radical, olvidándose de la celebración religiosa que representa el santo. Por eso tampoco es casualidad que, por entonces, las pantallas españolas se llenaran de enamorados, iluminados por el advenimiento celestial de un simpático Jorge Rigaud en el papel de San Valentín, haciendo, entre otras cosas, que los celos de Tony Leblanc no impidieran el cariño de una jovencísima Conchita Velasco. Por cierto, que el santo tampoco impidió que el actor argentino afincado en España terminara sus días en una casa de misericordia de Leganés, en donde murió tras ser atropellado en plena calle.
De manera que la publicidad, la radio, el cine, la televisión, la prensa y revistas dieron el empujón que necesitaba San Valentín a mediados del pasado siglo, para ser una conmemoración menos religiosa y más profana. Todo ello, junto a la ascensión de los nuevos grandes centros comerciales, hizo que el día de los enamorados sea la fiesta que se necesitaba en lo más crudo del crudo invierno.
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