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Estamos en unas fechas en las que de lo que más se habla es del fin del curso. Sobre todo, del que está relacionado con la educación, nos hallemos en el lado de la docencia o en el del alumnado. Escuelas, colegios, guarderías, facultades..., han ... cerrado o están a punto de cerrar de manera virtual. Dentro, claro está, se quedan quienes deben preparar ya el siguiente ciclo académico. Tarea que terminará antes de que llegue agosto, porque en agosto, ya se sabe, cierra el mundo. Al menos, en este país que llamamos España. Además del escolar, existe también el curso político, el curso jurídico, incluso el curso hidráulico. Todos ellos también dan punto, como se decía antes, es decir, cierran por vacaciones. Los de la política, sobre todo, trabajan tanto, sufren tanto, se insultan tanto, que bien está que descansen unos meses para, como se dice ahora, cargar las pilas.
El fin de curso trae consigo las vacaciones, todo un logro de la modernidad. Por más que nos parezca raro, la humanidad nunca había tenido esos descansos hasta ahora, salvo las clases pudientes, por supuesto. En el siglo XVIII hay noticias suficientes de personal de la nobleza que viajaba para reposar. Para cambiar de aires. Ellos no necesitaban esperar al verano para largarse a Venecia, a París o a donde le viniera en gana. El siglo XIX, con la industrialización, vio cómo las clases trabajadoras conseguían por lo menos un día de descanso. Sin embargo, los domingos se seguía trabajando en los campos de todo el mundo. Lo del fin de semana, es decir, incorporar otro día al descanso semanal fue mucho más tarde. Mi generación tenía clase los sábados por la mañana. La tarde y la noche del sábado era una gozada. Hasta llegar a los años sesenta en los que, por fin, se establecieron las vacaciones en España, pagadas, primero de dos semanas, después, de cuatro. Un logro estupendo que los franceses, por ejemplo, habían conseguido en 1936. En ese año, no estaba España para vacaciones.
Tampoco después de nuestra guerra civil, por lo que sabemos, la gente descansaba más de un día a la semana. La gente de a pie, claro. La alta alcurnia jugaba otra liga. Siempre la ha jugado. Los trabajadores, trabajaban. Y pobre de quien no lo hiciera. Para la mayoría, el mar se representaba como una quimera. En verano, a lo más que se llegaba era a un día de playa, Casera y tortilla de patatas con arena. Dos, en fechas distantes. Así se evitaba la pernocta. En mi ciudad, cuando empezaron a tener presencia los puentes, el de Santiago y el de la Virgen, se podían pasar dos noches, hasta tres, en los Baños de Mula, a donde se llegaba en un destartalado tren que, para quienes lo usamos en aquellos tiempos, tenía el sabor del Orient Express.
La modernidad aceleró la moda de las vacaciones, tal y como las conocemos hoy. Moda que comporta el viaje hacia zonas no conocidas. En Murcia, con playas cercanas a la mayoría de los pueblos, lo normal era ir a la costa, a un Mar Menor entonces virgen. Esto sucedía no hace tanto tiempo. Empezaron con este hábito vacacional quienes no tenían que echar la persiana, las llamadas profesiones liberales, ya que disponían del tiempo a su voluntad. Pero no todo el mundo, ni muchísimo menos, tenía vacaciones. Ni tienen. Los medios informan del margen de población que goza de descanso estival. Por supuesto que para quienes rondan el umbral de la pobreza, o viven en la pobreza misma, no hay vacaciones.
Por todo lo dicho, se entenderá que las vacaciones crearon el concepto de turista. Cuando a esta región no venía nadie, por aquellos años sesenta, si veías a un tipo estrafalario, con pantalón corto sin que fuera niño, barba, camiseta sobaquera, gafas de sol, gorra y cámara de fotos al hombro, sabías que era un turista. Lea Ypi, en su espléndida biografía novelada llamada 'Libre', dice que, en su país, la Albania roja, en la escuela les decían a los niños que si veían un turista que se fueran de allí corriendo. Aquí, en la Albania azul, no nos decían eso, pero nos quedábamos embobados viendo esa gente tan rara. Jamás hubiéramos pensado que, años después, también nosotros seríamos viajeros de pantalón corto y cámara al hombro en Italia, Portugal, Francia o donde las pesetas nos permitieran llegar. Eran otros tiempos. Hablamos del poder igualador del turismo.
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