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Es muy difícil, por no decir imposible, escapar del decorado en el que se convierten las ciudades en estos días. Sacas las narices de tu puerta, y ahí tienes una calle iluminada como nunca, una barra sirviendo viandas, un coro cantando villancicos, los escaparates de ... cualquier tienda adornados con nieve de atrezzo, colas para comprar improbables premios de lotería, etc. Tampoco insistiremos en los atascos que crea esta superpoblada flota automovilística, de los que tratamos no hace mucho. Yo querría proponer hoy temas de más enjundia, como la decadencia de la cultura, relegada a una mísera ostentación de beneficios inmediatos: museos para turistas, rentabilidad de hoteles y restaurantes, artistas que se divorcian varias veces para salir en la tele, platós cinematográficos... ¡menudos estándares de la cultura!; o comentar las maldades de un asesino, traidor a la patria, golpista y no sé cuántas cosas más como tilda parte de la oposición a nuestro presidente del Gobierno; o de su derivada: cómo el lenguaje de la política ha alcanzado un nivel de bajeza que, al menos yo, no he vivido en mi vida, enarbolando conceptos que el insultante podría aplicarse a sí mismo sin desdoro alguno.
Pero no. La Navidad ha venido y todos sabemos cómo ha sido. Ha venido para comprar. Hay hasta un anuncio muy claro al respecto: felices fiestas y felices compras. Es cierto que con ello se activa la economía, que el dinero se mueve y el paro disminuye aunque sea temporalmente. Es verdad que la gente lleva cara de felicidad en consonancia con el volumen del paquete que acaba de comprar; y que las terrazas se llenan de cervezas con marineras tomadas en libertad... Todo eso es cierto, pero... Algo no me encaja. Algo me chirría cuando sigo viendo enormes desigualdades sociales en mi país, en mi región y en mi ciudad. No todos, ni mucho menos, tienen dinero para mover, trabajo al que agarrarse, paquetes de los que alegrarse, cervezas que poder tomar... y más cosas. Eso es lo que me viene a la cabeza cuando veo tal desborde de alegría, de jolgorio, de canciones, de luces, de árboles, de compras... Y perdonen si les estoy dando la Nochebuena. No es mi intención atragantar langostinos, ni ahogarnos con un buen caldo con pelotas. No. Pero a mí la Navidad me despierta sentimientos encontrados. Por un lado, sí, por qué no, contento de ver gente contenta, satisfecho al comprobar que hay obsequios para (casi) todos, aunque algunos sean mucho mejores que otros, gozoso de que, aunque sea por unas horas, los irascibles bajarán el diapasón del escarnio, como espero que suceda. ¿Cómo no voy a disfrutar de todo esto? Pero cuando veo el Nacimiento de cualquier belén familiar con el que me topo, pienso en ese personaje al que la mayoría de mis conciudadanos llamamos el hijo de Dios, aquel Jesús que nació en un establo, según dos de los cuatro apóstoles del Evangelio, con padres sin un euro que poder gastar. Ya sé que eso fue hace más de dos mil años, pero si miramos al Belén de hoy, la cosa es aún peor. La ciudad está en plena Palestina, por lo tanto, en el centro del conflicto bélico más desastroso del momento. No puedo dejar de pensar en cuántos niños de Belén están sufriendo bombardeos, saqueos, mutilaciones, muertes de padres y madres... en hospitales agredidos. ¿Qué Navidad tendrán todas esas figurillas de belén humanizadas en esta rabiosa actualidad? ¿Qué menú disfrutarán en estos días, qué cervezas tomarán, qué regalos recibirán? Claro que como la mayoría de la población palestina es musulmana, nos puede consolar que esta fiesta no tenga el significado que tiene para los buenos cristianos. Así que, tranquilos, el sufrimiento es menor. ¡Menudo consuelo tan ruin!
Y a todo esto, lo de celebrar la Navidad es, como bien se sabe, una costumbre bastante reciente. No tiene ni doscientos años. Cierto que desde mediados del siglo XVI ya se decía eso de 'Feliz Navidad', pero no sería hasta la publicación de 'Cuento de Navidad', de Dickens, en 1843, cuando se creó el hábito de celebrar estas fechas con un sentido claramente humanitario, y no jaranero. Dickens introdujo la costumbre de comer el pavo, por ejemplo. De manera que tampoco nos pongamos estupendos con eso de las tradiciones, y reconozcamos que, como en tantos temas, los ciudadanos actuales nos pasamos de fiestas, como de tantas otras cosas. Con todo, me creo en la necesidad de desearles eso: feliz Navidad.
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