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Uno de los tópicos que caen sobre las personas mayores es que estamos más guapos callados; que las manías se acrecientan a la vez que los pequeños (o grandes) achaques, por otro lado, lógicos y naturales a ciertas edades. Y junto a las manías, el ... mantra de que contamos siempre las mismas historias, por lo que es fácil que nos califiquen como «abuelos Cebolletas». El nombre procede, por si alguien no lo sabe, o no lo recuerda, de una historieta del DDT, tebeo de los años cincuenta, en la que su creador, el gran Vázquez, se inventó una serie de personajes de lo más divertidos. Entre ellos, el abuelo, caracterizado por una gran barba blanca y una no menos enorme verborrea, que da lugar a que cuente fábulas que empezaban así: «En cierta ocasión, iba yo al frente de mis cipayos, cuando, etc». (Los cipayos son lacayos o escuderos). De ahí se popularizó la expresión de «Ya está el abuelo Cebolleta con sus cuentos».
Yo no digo que haya que ejercer la gerontocracia, el gobierno o dominio ejercido por ancianos, pero creo que los mayores merecemos una atención que no siempre tenemos. La lista de dirigentes metidos en edad no es corta. Desde Joe Biden, presidente de la primera nación del mundo, que ha cumplido 80 años, hasta la de su competidor, el ínclito Donald Trump, con sus 77 del ala, sin olvidar a José Mujica, que fue presidente de Uruguay con 75 años y estuvo hasta los 80, o Winston Churchill, que a los 82 aún mandaba en Inglaterra. Todos ellos, de una manera u otra, tuvieron feliz gobernación. Sin embargo, creo que son excepciones, ya que, para ejercer bien la política, hay que estar en plenitud de facultades. Lo que no quiere decir que haya que arrinconar a gente que está perfecta para actividades que no necesiten fuerza física (abogados, docentes, artistas...). Me encanta oír a Maruja Torres porque todas sus reflexiones parten de su edad, que no disimula, y que defiende con la misma vehemencia que ha defendido los derechos sociales desde su juventud. Pero no está de más aconsejar a estos mayores que lo que manifiesten no se salga de la lógica y de la sensatez.
Imagino que los lectores, listos como ellos solos, adivinarán hacia dónde se dirigen mis flechas; hacia dos octogenarios por los que he sentido verdadera admiración, y que me dejan perplejo cuando opinan sobre la actual política española. Felipe y Alfonso, Alfonso y Felipe, dos abuelos Cebolletas, han dado probada muestra de impertinencia e inoportunidad. No entraré en sus razones, que las habrá, sino en la sensatez que se les debe suponer. Como si estuvieran en una burbuja presidida por la verdad absoluta, han vertido opiniones, que son algo más que opiniones: son amonestaciones a quien, siendo de los suyos, creen que se equivoca con gestiones que ni siquiera ha iniciado. Creerán que así aciertan, pues siempre hay un coro de devotos que aplaude hasta lo más absurdo. Pero la pata la han metido hasta el corvejón. Si no, al tiempo. Alguien pensará que en ese nivel podría citar también al ínclito Ramón Tamames, el cual, en una edad provecta, hizo algo peor: cambiar de ideología como se cambia de calcetines. E hizo el más grande ridículo del que, por fortuna, ya nadie se acuerda.
Y ahora explico el título de esta columna. En los años sesenta, nuestro Fernando Arrabal inició un llamado movimiento pánico, junto a otros creadores de su corte. Inmersos en una de las muchas vanguardias, los pánicos se basaban en el «respeto irrespetuoso al dios Pan», cosa que tampoco se comprende demasiado. Más clara está en Virgilio Piñera, escritor cubano no demasiado conocido pero importante. No deja de ser curioso que apenas se sepa de creadores cubanos; no sé por qué. O sí sé por qué. Piñera obtuvo el Premio Casa de las Américas en 1968, con una obra llamada 'Dos viejos pánicos'. En ella, los dos únicos personajes (no tan mayores: confiesan unos sesenta años) tienen miedo del mundo, de la gente, de la policía, de todo. Uno recorta caras de personas que salen en periódicos y revistas creyendo que así los mata; la otra se hace la muerta. Muestran sus razones, aunque lo que en realidad parecen son dos grandes maniáticos. Y así pasan la vida. Miran al pasado y no se reconocen. Es lo que creo que les pasa también a nuestros Felipe y Alfonso. Dos viejos pánicos.
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