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No hay nada como caminar por las ciudades para descubrir de ellas aspectos diferentes, desconocidos, incluso insólitos. En mi ya inveterada costumbre del andar mañanero, he pasado de hacerlo por sitios más tópicos a otros menos convencionales. He sido, en Murcia, paseante contumaz del Malecón; ... probé luego las excelencias del llamado Murcia-Río; pero como quiera que estos lugares se ponen bravos en los días de fiesta, hago la circunvalación que puedo hacer, pasando por avenidas vacías o calles del centro que siguen sorprendiéndome por algún desconocido rincón, de esos que pasas mil veces y no te fijas y que esconde un detalle destacado.
No hace mucho probé ir a Murcia norte, en donde han crecido barrios a un lado y otro de las populosas entradas y salidas de la ciudad. Me interné por la derecha de Juan Carlos I, a la altura de la Biblioteca de la Región, y me encontré con un entorno sorprendente: edificios de aspecto magnífico, a veces con alturas notables, aparcamientos soterrados para uso de los vecinos del lugar, jardincillos de escaso pero honesto aspecto, calles salón en donde niños y mayores pueden estar sin contaminación ni riesgos… Y no me refiero a unos cuantos bloques, no; estoy hablando de una ciudad que no es mi ciudad, pero que está en mi ciudad. Otra ciudad.
Seguramente si pasara al otro lado de la mentada avenida Juan Carlos I, o por los alrededores de Juan de Borbón, o por ese barrio inventado enfrente de la salida a Patiño, en la Ronda Sur (más distantes estos últimos y necesitados de vehículo para llegar), me encontraría con algo parecido… En los años que llevamos de siglo XXI, en Murcia han brotado satélites anexos, de fisonomías muy distintas a Trapería o Platería, Belluga, Alfonso X, Romea, San Agustín con su Museo Salzillo… la Murcia de siempre. Ahora, repito que por experiencia de paseante, sé que existen otras Murcias, ni mejores ni peores, distintas. Claro, pensarán ustedes de inmediato, las nuevas no tienen historia, no tienen piedras suntuosas, no tienen aceras en las que te dicen que allí hubo una muralla, no tienen las tabernas de siempre, no tienen teatros, no tienen mercados de abastos, no tienen vecinos que conoces de toda la vida, pero ni siquiera sabes cómo se llaman… Pero seguro que tienen otras cosas.
Y el azar me ha llevado de nuevo a Madrid. Ese mismo azar me puso en un hotel muy distante del centro, de la Gran Vía, de la plaza de Santa Ana, del Retiro, del Prado… El lugar no sabría bien localizarlo. Para los que conocen la capital diré que anda por el entorno de Arturo Soria, la calle más larga o más liosa de la ciudad. Me fijé en algunos rótulos para situarme, y ninguno me decía nada. Salí a dar una vuelta. Y, ¡oh, sorpresa!, creía estar en algo parecido a lo visto cerca de mi Juan Carlos I. Grandes edificios rodeados de someros jardines, ventanales acristalados, ampulosas entradas a los aparcamientos, no excesivo tráfico… Otra ciudad. Otro Madrid. Y que seguro que tendrá clones en diferentes sitios, como este mismo del que hablo podría ser del mítico y conocido Azca, que en nada se parece al Madrid de los Austrias.
Pero es que, de nuevo el azar me ha llevado casi de seguido a otro lugar: la vieja, noble y pequeña ciudad manchega, de patronímico Real, que experimentó una absoluta transformación cuando recibió del cielo una flamante estación con AVE. Recordaba vagamente su pequeño centro de edificios nobles, salvo un horrendo Ayuntamiento que sustituyó al antiguo y modesto caserón precedente. Véanme instalado en un hotel cercano a la susodicha estación, y cercano aún más del campus universitario (tan reciente como el AVE), y ¿qué dirán que vi en mi habitual y cotidiano paseo? Otra Ciudad Real. Modernos bloques entremezclados con jardincillos, avenidas de firme constitución, restaurantes con flamantes entradas… Nada que ver con aquel minúsculo y entrañable centro.
La conclusión no puede ser otra que en todas partes cuecen habas; en todas partes hay que hacer sitio para tantos como somos, y esos sitios, lógicamente, se sitúan en donde antes había campo o huerta, sin parecerse en nada a los cascos históricos. Esto no es ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. Y si no fuera por la manía de darle al zancajo, no habría reparado en que vivimos en varias ciudades dentro de la nuestra, todas ellas cortadas por el mismo patrón. Así es.
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