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Seguro que habrá lectoras y lectores que, cuando lean estas líneas, me amonesten por habituarme a hablar de cosas que me pasan. Ya está aquí éste con sus batallitas... En mi descargo diré que qué le voy a hacer si vivo cosas curiosas, que además ... suelen guardar una cierta moraleja. Eso me delata como ente activo; si no fuese así, si estuviera encerrado como Juana la Loca, seguro que no me ocurrirían sorpresas como me ocurren.
Vayamos al grano. El otro día me encontré con dos o tres camándulos que definen por sí solos un espécimen que yo creía desaparecido. Antes de explicarles académicamente qué es eso de camándulos, verán lo que éstos hacían. Llegaba yo al aeropuerto de Barajas, de un vuelo transatlántico, cuando interminables pasillos me llevaron a un nuevo control de equipaje, después del minucioso y eficazmente realizado en tierras americanas. Dado que esos vuelos enlazan con otros que te llevan a casa, y que el tiempo es por fuerza limitado, ese trámite, que debería haber sido eso, un trámite, resultó ser una pequeña pesadilla. Un uniformado me dice lo que sé de sobra (ponga el chaquetón aquí, el ordenador allá, nada en los bolsillos, quítense los cinturones, etc, etc), cosa que haces con probada diligencia. Pero hete aquí que otro compañero te pide poner en la bandeja las cosas más absurdas. Y te lían. Y pasas sin que suene el sensor, pero, cuando estás recogiendo el chaquetón, el ordenador, el móvil, la cartera... amarrándote los pantalones para no dar el espectáculo, te das cuenta de que la bolsa del ordenador se ha quedado al otro lado, y que tienes que ir a reclamarla. El uniformado que te había despojado de todo para pasar el arco la tenía por allí tan ricamente. Para pedírsela, tienes que volver sobre tus pasos, y entonces aparece una uniformada que no permite que alguien me la acercara. Vuelta a empezar. Quítese la correa (que ya la tenía en su sitio), deje el móvil y la cartera en otra bandeja, y vuelva a la cola, me ordenó imperativa la funcionaria: no había servido de nada haber pasado antes el control, ni que le digas que se te va a escapar el vuelo a Alicante, ni naranjas de la China. Atrás. Solo un coraje que saqué de no sé dónde me hizo blasfemar en arameo, agarrar la bolsa y saltarme la dichosa cola. Estos son los hechos. Tal fue así que los dos uniformados, y la uniformada, me dijeron que las normas están para cumplirlas, y que si quería reclamar me daban impresos para ello. Y el avión de Alicante esperando al otro extremo de la terminal.
Todos estos que llamo uniformados se arrogaron una autoridad excesiva. En mi opinión, y no es la primera vez que vivo unos hechos parecidos, todo parte de llevar librea. Seres normales, suaves en su vida diaria, con sus mujeres y maridos, hijos e hijastros, se ponen gorra y casaca y se creen la leche. En los hoteles de las grandes ciudades aún perviven porteros llenos de chorreras, que te da cosa preguntarles algo. Estamos ante el mejor ejemplo de un dicho que se dice mucho en el teatro: el hábito hace al monje, lo contrario que en la vida corriente. Un actor que es un ser sencillo, que en su casa no levanta la voz por no molestar, se pone el traje de don Juan antes de salir a escena y ¡es don Juan!
Eso es lo que se creen esos camándulas, que es el término que creo que mejor define a esos uniformados. La RAE los define con cuatro adjetivos: hipócrita, astuto, embustero y bellaco. Yo me centraría en el último, el de bellaco, pues está viendo a un hombre entrado en años, que si peina algo son canas, con la urgencia de llegar a tiempo a su conexión, y no solo no le ayudan, sino que lo fastidian. Por eso no creo que sean hipócritas, ni astutos, ni embusteros; lo que son es bellacos.
Les garantizo que apenas habré usado un par de veces en mi vida el término camándula o camandulero, aunque sí lo he visto escrito en comedias. Y que he dudado hasta última hora en llamarlos mindangos, término muy propio de Jumilla, y que García Martínez usaba como nadie. Pero, volviendo al diccionario, mindango es «despreocupado, socarrón y gandul». Demasiada dignidad la de ser socarrón, para esos camándulas que te hacen especialmente ingrato el bello arte de viajar.
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