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Hace justo cinco años la vida de los españoles cambió de un día para otro. La de los españoles, y la de todo el mundo. ... Como la inminente primavera que por entonces llegaba, un virus había venido y nadie sabía cómo había sido. Bueno, nadie, no. Hubo alguna conspicua estadista que, sin haber pisado facultad de Medicina alguna, se atrevió a enarbolar una teoría de lo más peregrina, y fechó la aparición del virus a finales de 2019, ya que la enfermedad se llamaba covid-19. La gracia de este pueblo es que no se puede aguantar.
El caso es que se nos recluyó en nuestras casas, bajo amenaza de contagio inminente. Y todos hicimos caso, faltaría más. Desde hacía un siglo no se había producido en el mundo amenaza semejante. El Gobierno puso como informante a Fernando Simón, director del Centro de Alertas y Emergencias Sanitarias, que todas las noches, en horario de máxima audiencia, nos explicaba en la tele la marcha de la pandemia, las medidas preventivas que teníamos que seguir, la cifra de infectados, la de fallecidos... ¿Se acuerdan de todo eso? Fueron días terribles. No éramos conscientes, al menos yo, de la gravedad del asunto, no sé si por ignorancia o por miedo. Todo eso nos parece hoy lejanísimo, pero no lo es: fue anteayer, como si dijéramos. Y nos lo parece a los que lo sufrimos, aunque no lo padeciéramos. No pueden decir lo mismo tantos y tantos familiares de los casi 122.000 fallecidos, por no hablar de los catorce millones de afectados entre febrero de 2020 y julio de 2023. Llama la atención que se contagiara un tercio de españoles (y me incluyo en ellos) aunque hay que añadir que enseguida vacunados. La vacuna llegó en tiempo récord: a finales de aquel 2020 ya estaba dispuesta, aunque hasta principios del siguiente año no se administrara... con largas colas de impacientes ciudadanos. Nos la pusieron una, dos, tres, cuatro veces... las que fueran necesarias. Supuso la salvación, digan lo que digan los negacionistas.
Aquellos días de calles solitarias, de miedos velados, de hacer cosas en casa que jamás hubiéramos hecho (ordenar fotos, libros, películas...), activar experiencias culinarias olvidadas, trabajar desde el ordenador, reunirse por zoom... A algunos les dio por escribir diarios, que terminaban por contar sus vidas ya que la monotonía de aquellos días no daba para más. Otros leyeron como nunca, o se apuntaron a plataformas digitales para nutrirse de series y películas hasta hartarse. ¡Qué impresión me dio cuando bajé a practicar mi afición de pintar acuarelas, y vi mi calle vacía, un día que hubiera sido el del Bando de la Huerta! Menos mal que el característico azahar que nos impregna en ese tiempo daba agradable contrapunto a tan penosa situación.
No es extraño recordar todo ello en estas fechas, a un lustro de que, en una remota región china llamada Wuhan, aparecieran los primeros casos de coronavirus. No es extraño por muchos motivos. Siempre decimos que los años pasan rapidísimos. En casos como éste, además, nos olvidamos de los hechos por pura necesidad de querer olvidar los malos tragos cuanto antes. Pero la pandemia se llevó su tiempo. Aquel día de 2020 en que se celebraba los idus de marzo, se declaró el estado de alarma en todo el país. Y se nos dijo que sólo saliéramos a la calle para cosas básicas: comprar el pan; ir a la tienda a abastecernos de productos necesarios, y no tan necesarios, como fue la locura por comprar papel higiénico, tanto, que desapareció de los súper; ir a la farmacia... Y cosas así. Únicamente podías ver a la familia con la que convivías; la otra, por muy próxima que fuera, por el móvil. Salí todos los días a tareas como las descritas, y a comprar el periódico, que se mantuvo firme en su papel de informar de cuanto pasaba. E íbamos por ahí sin protección alguna: las mascarillas aparecieron en nuestras vidas algunas semanas después. Mi sobrina Mariola, médico de esos que se batieron el cobre todos los días, y a los que aplaudíamos a las ocho de la tarde desde balcones y ventanas, me dio una especie de plástico duro con una goma que tapaba boca y nariz. Eran cosas caseras, como las propias mascarillas de tela que pronto se confeccionaron con retales en muchos hogares. Parece mentira hoy, cuando rememoro todos esos detalles, que pasara cuanto pasó hace cinco años. Confinados estuvimos tres meses y pico. ¿Recuerdan?
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