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Tengo un amigo muy directo que presumía de que la Covid no le había afectado. Que gozaba de una resistencia a prueba de bombas. No pocas veces, tomando un café a la hora del café, o una cerveza, a la hora de la cerveza, me ... hacía recuento de todo lo que había hecho durante esos más de dos años y medio que había permanecido inmune al bicho. Con la meticulosidad de un buen narrador, rememoraba aquellos días (aquel medio año) en los que permaneció confinado en casa, estableciendo un protocolo personal que sin duda le dio muy buenos resultados.
La gente no se acuerda, me decía la semana pasada, pero aquellos primeros días de aislamiento eran algo difícil de comprender. No se podía comparar con nada de lo vivido hasta el momento. Era como una pesadilla en la que apenas te podías apoyar en más consejos que los procedentes de tu propia sensatez. Salías a comprar el pan o los productos básicos de alimentación y limpieza pertrechado de guantes, primero, a los que se añadieron mascarillas caseras, pues las que veíamos en la tele de otros países, que llamaban quirúrgicas, quedaban muy lejos de nuestras posibilidades. Enseguida vino lo de estar a una distancia de metro y medio que pronto se amplió a dos. Aún hay establecimientos en cuyos suelos permanecen marcadas las huellas de esas restricciones. Era inútil ir al médico, pues a estos les llegaban normas a veces contradictorias, y no sabían bien a qué atenerse. Además, que se extendió como la pólvora que mejor no ir a centros sanitarios pues eran cuna de los más directos contagios. Son cosas todas estas que me recordaba mi amigo hace apenas una semana, y que ahora casi mueven a risa por lo lejanas que aparecen en nuestra memoria. De risa resultan hoy esos enjuagues en lejía de las ropas con las que llegabas de la calle, o dejar los zapatos expuestos al aire en cualquier ventana o balcón, o lavar las verduras tantas veces que hasta cabía la posibilidad de que perdieran muchas de sus propiedades. Y lo de los geles en recibidores de las viviendas para quien se atreviera a visitarnos, por no hablar de los que iban en envases mini que llenaron bolsos del personal.
Por entonces, se decía que el contagio venía tanto del tacto como del olfato. Desaparecieron del mapa abrazos, besos y demás muestras de cariño, y los familiares nos oíamos por móviles o veíamos por FaceTime. Mi amigo, como otros muchos, se suscribió a páginas en las que personas con más tiempo y disposición hacían diarios en los que mostraban sus impresiones de confinados. Él mismo me dijo que los siguió con interés durante algunas semanas, pero que pronto se dio cuenta de que lo que le pasaba al narrador era lo mismo que les pasaba a todos, y que, contadas las primeras impresiones, las segundas o terceras caían en la más absoluta reiteración. Algunos, incapaces de añadir novedad a sus relatos, echaron mano a recuerdos de colegio, de instituto, de primeros trabajos, de amores... demostrando así su incapacidad para la literatura.
¿Y lo de las vacunas? Recordaba mi amigo que, al principio, las vacunas era algo utópico, que veíamos en un horizonte tan lejano que apenas confiábamos en que algún día llegarían. Otro error. Nadie podía imaginar que, en apenas un año, la mayoría haríamos largas colas para ser inmunizados como Dios manda. Otro episodio que parece lejanísimo y que es de hace dos días. Como la polémica que se produjo con la minoría negacionista empeñada en llevar la contraria a la ciencia, a veces, con las gravísimas consecuencias que conocemos.
Todas estas circunstancias son historia reciente de la humanidad. Algo que normalizaremos cuando desaparezca cualquier vestigio de esta enfermedad. Salvo en determinados espacios, hasta las mascarillas han pasado a mejor vida. Terrazas y restaurantes llenos; plazas para viajes profesionales o turísticos cubiertas; recintos deportivos y culturales a tope; achuchones en la calle normalizados. Parece como si hubiera pasado esta pesadilla que ha durado poco más de dos años.
Dos años, seis meses y veintiocho días, me decía mi mentado amigo, que le ha durado su alejamiento de la enfermedad. Porque dos años, seis meses y veintiocho días después... se ha contagiado. Mire usted por dónde. Cuando menos lo esperaba, cuando parecía que ya no estaba por ahí, vive en sus carnes lo que es la Covid, aunque, confiesa, con apenas molestias físicas. Pero por fin cayó.
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