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Corría el año 1985 cuando el Partido Socialista aprovechó su aplastante mayoría parlamentaria para modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial. Con ocasión de dicha ... reforma, y dado que la misma atribuyó a las Cortes Generales la facultad de elegir a los veinte vocales del órgano de gobierno de la magistratura, el imaginario colectivo atribuyó a Alfonso Guerra una famosa sentencia: «Montesquieu ha muerto». Aunque el aludido ha negado hasta la saciedad haber certificado la defunción del filósofo francés, lo que ya no podrá desmentir es que un gobierno progresista ha terminado en nuestro país con el padre de la separación de poderes.
Porque la ley de amnistía que mañana va a debatirse y aprobarse en el Congreso es una enmienda a la totalidad de los postulados del barón de Montesquieu y un torpedo en la línea de flotación del Estado de derecho.
Y lo es partiendo de una falacia, porque la realidad que la inspira dista mucho de la recogida en su Preámbulo. Dice su Exposición de Motivos, y cito literalmente, que la norma responde a la «necesidad de superar y encauzar conflictos políticos y sociales arraigados, buscando una mejora de la convivencia y una integración de las diversas sensibilidades». Sin embargo, lo que ocurrió en Cataluña en 2017 –y que es objeto de preterición– poco tiene que ver con un conflicto político y mucho con un golpe de Estado perpetrado para subvertir el orden establecido. Y no lo digo yo, lo dijo el presidente Sánchez antes de precisar el apoyo separatista para gobernar. En aquel entonces, cuando todos éramos iguales ante la ley, el jefe del Ejecutivo calificó a Puigdemont de prófugo de la justicia y se comprometió a traerlo de vuelta a España para que rindiese cuentas por sus tropelías.
Si la motivación de la disposición normativa es un engaño, cabe preguntarse cuál es su verdadera razón de ser. Y la respuesta es desalentadora: la ley de amnistía no persigue la normalización institucional, política y social de Cataluña que reza su título, sino canjear impunidad por apoyo parlamentario. Y eso es corrupción política de la peor especie.
Con su aprobación, Sánchez no hace otra cosa que pagar al separatismo el precio de su investidura. Cual Maquiavelo, el presidente entiende que el fin justifica los medios y que todo vale con tal de pernoctar en la Moncloa. En un irresponsable ejercicio de narcisismo, da luz verde a una norma legal que deja hecho añicos el andamiaje que sustenta nuestro régimen de libertades. Y todo, para sellar los remaches que lo atornillan a la poltrona. Nunca antes en la historia de nuestra democracia alguien había osado llegar tan lejos, ni caer tan bajo.
La ley de amnistía que se somete a la consideración de sus señorías dentro de veinticuatro horas tiene un enorme poder destructivo. Su articulado, preñado de patrañas, instaura la arbitrariedad y la desigualdad, da carta de naturaleza a la malversación y exime de responsabilidad penal a quienes desviaron dinero público para atentar contra los derechos de los ciudadanos.
Es más, alejándose de la abstracción y objetividad que debe presidir la actividad legislativa, ha sido redactada por sus propios beneficiarios, cuyas enmiendas tejen un traje hecho a medida de las necesidades de los insurrectos independentistas. Así, se elimina toda referencia a nuestro Código Penal y se consideran amnistiables los delitos de terrorismo y alta traición en los que no haya habido una violación de los derechos fundamentales o una efectiva amenaza a la integridad de la nación.
Por si todo lo anterior no fuese suficiente, el texto de marras vulnera la reserva de jurisdicción que la Constitución establece en favor de los tribunales y desautoriza a los magistrados que, cumpliendo rigurosamente con la función que tienen encomendada, condenaron a los responsables del 'procés'. Al albur de su tramitación, los demócratas hemos tenido que presenciar cómo representantes de partidos sediciosos han calumniado públicamente a algunos de esos jueces, tildándolos de prevaricadores y acusándolos de 'lawfare'.
La enfermiza ambición del presidente ha alumbrado un texto legal que no sólo obliga al Estado a olvidar una gravísima rebelión; también lo pone de rodillas frente a los delincuentes que lo desafiaron y que aprovechan toda ocasión para manifestar, con chulesca altanería, su voluntad de volver a hacerlo.
Escribió Montesquieu que «la ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie». Desgraciadamente, a partir de mañana esta máxima del barón no se observará en España.
Amnistiando a los separatistas catalanes, Sánchez privilegia a unos ciudadanos sobre otros, alienta los sueños de secesión y pone contra las cuerdas al Estado de derecho. Y todo por poder, sólo por poder.
Qué infamia.
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