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En su obra 'Cómo mueren las democracias', Levitsky y Ziblatt advierten de que «los gobiernos que no logran eliminar a los jueces independientes pueden sortearlos ... plagando los tribunales de afines».
Esta parece ser la finalidad perseguida por el Anteproyecto de Ley Orgánica para reformar la carrera judicial y fiscal que la semana pasada anunció el ministro de Justicia, pues una vez constatado por el Ejecutivo que la judicatura no va a capitular pese a las presiones, la norma de marras da un paso más en su indisimulado intento por someterla.
Para comprobarlo, basta asomarnos a su extenso preámbulo. Las medidas concebidas, lejos de 'democratizar' el acceso a la magistratura (como una y otra vez se repite a la opinión pública), van en claro detrimento de su independencia. Así, se «considera conveniente» una ampliación de la comisión ética del CGPJ, incluyendo en ella miembros de procedencia no judicial elegidos por el Congreso y el Senado. Dicho de otro modo, sin razón alguna que lo justifique, el legislativo nombrará a los nuevos integrantes de dicha comisión previa propuesta de los candidatos por los distintos grupos parlamentarios.
Si esto ya denota una clara injerencia del poder político en cuestiones que sólo incumben al judicial, las 'mejoras' ideadas para modificar el ingreso en la carrera acentúan la sensación de que la ley esconde un oscuro propósito: conseguir que poco a poco, con premeditación y alevosía, los encargados de administrar justicia sean afectos al gobierno y dóciles a sus intereses. En esta línea, se crea un Centro de Estudios Jurídicos dependiente del Ministerio como centro público y oficial de preparación de opositores. No hay que ser excesivamente perspicaz para sospechar quién elegirá a los preparadores que lo conformen y dirijan. Por otra parte, argumentando que los ejercicios de la actual oposición son excesivamente memorísticos y no permiten evaluar «la capacidad de razonamiento», se articula un caso práctico alternativo. Por experiencia personal les digo que, siendo cuestionable en algunos aspectos, el vigente sistema de exámenes orales es el que menos margen de discrecionalidad permite. Es más, hasta el estudiante menos avezado sabe que resulta imposible memorizar tantos temas y conceptos sin entenderlos en toda su extensión y profundidad.
Pero el verdadero meollo de la reforma, la madre del cordero, la encontramos en su aspiración de acometer un «proceso extraordinario de estabilización de empleo temporal en las carreras judicial y fiscal». Permítanme que se lo cuente en román paladino: la LOPJ prevé dos maneras de acceder a la carrera judicial y fiscal: por oposición pura (el llamado turno libre) o por concurso oposición (el denominado cuarto turno), y obliga a que el 25% del total de la judicatura ingrese por la segunda vía. Aprovechando esta previsión y ante la falta de jueces, el anteproyecto dispone que casi mil sustitutos se consoliden como tales para evitar el colapso del sistema. En otras palabras, en lugar de cubrir las vacantes convocando oposiciones con mayor número de plazas, la norma da entrada a quienes conforman el cuarto turno, colocándolos directamente como magistrados (con las ventajas que eso conlleva en cuanto a la elección de destino). No seré yo quien niegue la competencia de los sustitutos para ejercer las funciones que tiene encomendadas el poder judicial. Ahora bien, lo cierto es que para su selección se bareman méritos de difícil concreción y fácil adquisición en determinadas coyunturas políticas, alumbrando un sistema de elección que por su propia naturaleza permite mayores intromisiones que la oposición pura.
Francamente, creo que esta ley parte de una falacia y no es necesaria. Parte de una falacia porque en modo alguno persigue el propósito que reza su preámbulo. Antes al contrario, aspira a cambiar los mecanismos de ingreso a fin de controlar la magistratura colmándola de afines.
Y no es necesaria porque el vigente acceso a la carrera judicial es absolutamente democrático. Cualquiera que sea el origen social del aspirante, puede competir en igualdad de condiciones sirviéndose sólo de su esfuerzo individual. El anonimato que preside el primer ejercicio y el hecho de que todas las pruebas se celebren en el Tribunal Supremo, en audiencia pública y con criterios de valoración objetivos y transparentes, garantizan los máximos estándares de ecuanimidad e imparcialidad. Para muestra, un botón: más del 34% de los jueces actuales son hijos de padres sin estudios superiores y siete de cada diez proceden de familias sin ningún vínculo con profesiones jurídicas.
A la vista de lo expuesto, nos va mucho en que esta reforma no llegue a buen puerto. Como garante del Estado de derecho, el poder judicial es el último dique de contención frente a los abusos de los gobernantes. Sometido únicamente al imperio de la ley, su independencia no constituye un privilegio, sino un derecho fundamental de la ciudadanía. Gracias a ella, convivimos en un país donde nadie –y digo nadie– está por encima de las normas jurídicas.
La Constitución de 1978 atribuyó a sus integrantes la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y a fe que lo hacen con escasos medios y el rigor que les proporciona su enorme formación.
Los jueces españoles lo son por enfrentarse a un proceso selectivo regido por los principios de igualdad, mérito y capacidad. En él, ponen todo lo que tienen al servicio de la excelencia. Al final, tras años de arduo trabajo, se convierten en profesionales íntegros e independientes. La razón: nadie les regala nada, así que nada deben a nadie.
Ojalá pueda seguir siendo así.
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