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«Me retiro del tenis profesional. En esta vida todo tiene un principio y un final. Mil gracias a todos». Así, con la sencillez de ... quien no se cree alguien excepcional, anunció Rafa Nadal su retirada del tenis hace unos días. Y lo hizo a través de un vídeo marca de la casa, con su timidez habitual y la emoción contenida del niño formado en el inmenso amor por su familia y el profundo respeto hacia los rivales.
No ha sido una trayectoria fácil la del balear. Plagada de éxitos (22 Grand Slams, 36 Masters 1000, 5 Copas Davis y 2 oros olímpicos), su historial médico es tan amplio como su palmarés. Pero más allá de trofeos y lesiones, la grandeza de Nadal no estriba en el cuánto, sino en el cómo.
Tenista inverosímil y con una capacidad única para desafiar a la lógica, Rafa nos ha conquistado a base de talento, sacrificio y coherencia. Si sus agónicos partidos, jugados a lomos de la épica, encerraban auténticas lecciones de vida, su comportamiento fuera de la pista ha sido una constante fuente de inspiración. Predicando con el ejemplo, el de Manacor nos ha ilustrado sobre la importancia de no bajar los brazos, sobreponernos a las adversidades y entender las derrotas como un resorte para mejorar. Quienes hemos tenido la fortuna de contemplar sus gestas, hemos aprendido que si la vida te impide encontrar tu juego o inesperados reveses te hacen perder un set, toca aguantar, tirar de paciencia, devolver bolas y remontar.
Enemigo de excentricidades e imposturas, la templanza con que ha ido asumiendo las mieles y sinsabores de su larga carrera nos han enseñado el valor de la mesura, de inmunizarnos frente a los elogios encendidos y las críticas infundadas. Alejado por educación de la vanidad, su modesta manera de digerir el triunfo nos ha servido para atar en corto la soberbia y embridar nuestra ridícula arrogancia.
Son muchas las virtudes que adornan la personalidad del genio balear, pero quizá ninguna tan llamativa como su resistencia a ser engullido por el torbellino de la fama. Aquel pequeño que antaño soñó con triunfar en el polvo de arcilla parisino, sigue muy presente en el tenista que hogaño reina en la tierra batida. Hoy, como ayer, Nadal entiende la familia como un equipo insustituible, como el nudo indestructible que lo ata a la isla en que nació. Hoy, como ayer, el manacorí sabe que la única senda que conduce a la excelencia es el punto a punto, el esfuerzo perseverante e incansable. Que Rafa siga siendo Rafa, que el niño se haya impuesto a la celebridad, es la gran proeza de Nadal, el mayor de sus triunfos.
En esta época tan dada a forjar ídolos de barro, en la que la televisión y las redes sociales encumbran comportamientos frívolos, superficiales y mezquinos, reconforta poder mirarse en el espejo de Nadal, emular su autenticidad y aferrarse sólo al trabajo y la disciplina para la consecución de los objetivos.
Acostumbrados a verlo ganar, sus últimos años han sido especialmente duros. Tras derrotar a monstruos de la categoría de Federer, Murray o Djokovic, asomaron los adversarios más temidos por los deportistas: los dolores y el inexorable discurrir del segundero hicieron acto de presencia para someterlo al más difícil de los desafíos. Y volvió a dar la talla. Otra vez, el tenista balear analizó a los rivales, disputó el partido, buscó ángulos, varió la altura... Lástima que las lesiones no usen raqueta ni el tiempo reste al saque. De hacerlo, Nadal hubiera vencido.
Ahora, cuando el vacío de su marcha nos inunda, ya se intuye el legado, ese intangible que trasciende lo tenístico y se adentra en el terreno de lo moral. Es tan abundante su herencia que corremos el riesgo de mitificarlo, de fabular con lo que fue. Pero no se preocupen. Aunque el imaginario colectivo nos lo presente en el futuro como un ser dotado de los más increíbles poderes, él siempre nos recordará que se limitó a luchar contra sus imperfecciones para intentar mejorar poco a poco, día a día.
Eso sí, fiel a su gen competitivo quiere despedirse en la pista, disputando un título. Y nada mejor que hacerlo en equipo y jugando para su país. Será en Málaga, en el Martín Carpena. Un último baile en el que podremos agradecerle todo lo que nos ha dado. Después, tras morder su sexta Ensaladera, bajará el telón y sus maltrechos pies se alejarán de las pistas. Para entonces, su espíritu ya habitará en el olimpo de los dioses del deporte.
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