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No habíamos terminado de digerir los resultados del 28 de mayo cuando el presidente del Gobierno, unilateralmente y sin previa consulta al Consejo de Ministros, ... nos convocaba nuevamente a las urnas.
El emplazamiento, por fecha y lugar, invita a declararse en rebeldía, pasarle el marrón al vecino y lavarse las manos en la tibia y salada agua del mar. Seamos francos: las altas temperaturas estivales y la pereza canicular animan a buscar el fresco que habita en las sombras alejadas de los colegios electorales. Ahora bien, cometeríamos un gravísimo error si el contexto elegido nos impidiese, cual cegador sol de finales de julio, vislumbrar la importancia de los próximos comicios.
Como siempre, se alzarán voces que reduzcan su trascendencia, que las consideren mera manifestación de la normalidad democrática; pero no, no nos encontramos ante unas elecciones más. Lo que España y los españoles estamos llamados a dirimir tendrá una enorme repercusión en el futuro. No en vano y a la vista de los acontecimientos, hemos de dilucidar si entendemos vigente o derogado el Estado social y democrático de derecho que nos legaron nuestros padres en forma de Constitución.
Porque los últimos cuatro años, preñados de anomalías institucionales, nos exigen un pronunciamiento claro y rotundo sobre nuestro porvenir. El sistema político de 1978, con sus cimientos hasta hace poco incólumes, ha ido erosionándose paulatina e intencionadamente. El vértice de la pirámide, representado por su Majestad el Rey, ha sido horadado con acciones tendentes a ningunear su papel constitucional. Se ha puesto en tela de juicio la independencia judicial, criminalizando a jueces y magistrados por limitarse a aplicar, con rigor y objetividad, las disposiciones que conforman el ordenamiento jurídico. Acusados de patriarcado retrógrado por cumplir fielmente con su función, se han convertido en diana de ministros y representantes políticos que, sin rubor ni vergüenza, los han acusado reiteradamente de prevaricar. Las instituciones públicas, al servicio de todos los compatriotas, han sido colonizadas con fines puramente partidistas y electoralistas. El CIS, la Fiscalía General del Estado o el Tribunal Constitucional se han erigido en banco de pruebas de un régimen que, lejos de los principios democráticos, se acerca peligrosamente a autoritarismos caducos y superados. La tarea legislativa, clave de bóveda de nuestros derechos y libertades, se ha pervertido sin justificación alguna. Leyes cuajadas de despropósitos técnicos se han unido a múltiples decretos que, estirando como un chicle la urgencia y necesidad, han convertido las cámaras en el camarote de los hermanos Marx.
El Estado de las autonomías, plasmación de los principios de igualdad y solidaridad entre españoles, se ha desgastado por inauditas concesiones. Las ilusas aspiraciones nacionalistas han encontrado en la falta de firmeza el perfecto caldo de cultivo para convertirse en tangibles realidades. El fascismo identitario, capaz de consumar un golpe de Estado, ha sido indultado y despenalizado. La sedición, tan denostada como criminalizada en nuestro entorno, es, a día de hoy, un infantil desorden público merecedor de un cariñoso cachete.
Nuestra historia más reciente, la que con sangre, sudor y lágrimas nos ha convertido en demócratas de verdad, se ha manipulado por oscuros intereses: los verdugos se han transformado en héroes políticos y las humilladas víctimas en cadáveres carentes de dignidad. Las nuevas generaciones creerán que ETA tenía razones para matar y que en política puedes reforzar tu posición acudiendo previamente a la violencia, el secuestro o la extorsión.
A través de múltiples y dispares maniobras, asistimos a un descarado proceso deconstituyente por la puerta de atrás. Sibilinamente, se pretende acometer una modificación sustancial del sistema sin acudir a la reforma constitucional necesaria para ello. Con el ánimo de excluirnos, de prescindir del más importante de los refrendos –el nuestro–, se menoscaban las instituciones, se desnaturalizan los procedimientos y se disfrazan las intenciones.
En este escenario y con estos actores nos corresponde ahora a nosotros, como espectadores soberanos, dictar sentencia. Llegó el momento. Con la madurez democrática adquirida durante décadas, la valentía demostrada en otras circunstancias y el sentido del deber que nos caracteriza, tenemos una enorme responsabilidad. No se trata tanto de aupar a fulano o echar a mengano como de defender y reivindicar el espíritu y régimen político de la Transición. Está en juego la idea de España como un Estado social y democrático de derecho en el que imperen la ley y la independencia judicial, en el que todos seamos iguales en derechos y obligaciones y en el que las instituciones puedan desempeñar sus funciones sin injerencias.
En definitiva, el 23 de julio nos jugamos continuar viviendo en el país por el que tanto hemos luchado o hacerlo en algo distinto. Para decidirlo disponemos de un afilado puñal de papel, el voto.
¡Hagámoslo!
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