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Basta una lectura atenta y detenida de la Carta Magna para constatar que la misma no es una simple norma jurídica. Porque la Constitución, más ... allá de consideraciones legales, es un tratado de paz, aquel que firmamos los españoles para olvidar viejas rencillas y construir un futuro de concordia, sin divisiones ni enfrentamientos.
El consenso que la inspiró, del que participaron todas las fuerzas políticas, pronto se convirtió en sostén del sistema político alumbrado por la Transición. Fuera cual fuere la contingencia que amenazase el régimen del 78, la sociedad española se refugiaba en los pactos constituyentes para reafirmarse en la necesidad de caminar por el sendero del entendimiento y la libertad.
Así sucedió aquel turbulento 23 de febrero o cada vez que los asesinos de ETA se cobraban una nueva víctima. Desgraciadamente, nunca faltaron tentativas de volver a épocas oscuras, pero todas, absolutamente todas, tropezaron con la firmeza ideológica de una nación que había encontrado en su norma fundamental el mejor de los escudos protectores.
Ahora bien, como demuestra la historia contemporánea, la subversión del orden establecido no siempre requiere de hombres armados o levantamientos militares. Las modernas democracias liberales también perecen por el incumplimiento de la ley, el deterioro de sus instituciones o la insumisión a los tribunales. Es más, al no precisar una ruptura violenta del 'statu quo', tal forma de mudar de régimen suele contar con la involuntaria colaboración de los afectados, que inadvirtiendo los cambios sobrevenidos no se oponen a ellos hasta que es demasiado tarde.
Eso es precisamente lo que está ocurriendo en España, donde recientes acuerdos de gobernabilidad han llevado a la democracia al borde del abismo. Hagamos una somera recapitulación de los compromisos alcanzados y sus derivadas:
En la medida en que borra de un plumazo todo lo acontecido con ocasión del 'procés', amnistiar a los delincuentes separatistas desautoriza a los jueces que los condenaron y deslegitima la intervención del Rey en defensa del orden constitucional, minando así la credibilidad de instituciones tan esenciales como el poder judicial o la jefatura del Estado. La aceptación de una futura consulta de autodeterminación quiebra la indisoluble unidad de la nación española sobre la que se fundamenta nuestra convivencia. La condonación parcial de la deuda catalana y la cesión de la caja de la seguridad social al País Vasco vulneran los principios de igualdad y solidaridad entre compatriotas. Recurrir a verificadores internacionales para que, secretamente, sin luz ni taquígrafos, fiscalicen la acción política del Gobierno atenta contra la transparencia exigible en cualquier sociedad abierta. La asunción del 'lawfare' y la admisión de que los pronunciamientos jurisdiccionales puedan revisarse en sede parlamentaria destruye la separación de poderes y asesta el golpe de gracia definitivo al Estado de derecho.
Si a todas estas anomalías le añadimos la indisimulada colonización del Tribunal Constitucional, el incumplimiento de los mecanismos de control o la inobservancia de las más elementales formas democráticas, sólo cabe concluir que estamos asistiendo a un proceso deconstituyente por la vía de los hechos.
Ante tales usos y evidencias, hemos de reaccionar nuevamente en defensa del orden establecido. Al igual que en anteriores ocasiones, los acontecimientos nos obligan a rescatar los consensos del 78, adaptarlos a los nuevos tiempos y reivindicar el valor de la Constitución como clave de bóveda de nuestro modelo de convivencia.
Y debemos hacerlo con orgullo, sin complejo alguno, porque desde su promulgación la Carta Magna ha sido fuente de prosperidad y bienestar. Gracias a ella, no sólo gozamos de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político; también disponemos de un Estado de derecho que nos ampara y cobija. Sus redactores, con admirable lucidez, reconocieron la soberanía del pueblo español para regir su destino. Usémosla y evitemos que despóticos comportamientos nos conduzcan a autocracias pretéritas y trasnochadas.
Pese al tiempo transcurrido y el interés de algunos en derogarlos, los grandes pactos constituyentes siguen vigentes. La altura de miras que los inspiró ha de servirnos de guía para superar las actuales dificultades sin revivir antiguos antagonismos. No permitamos que insensatas ambiciones de poder e irresponsables delirios independentistas nos priven de las garantías y derechos que tanto costó conquistar.
Hace más de dos mil años, Marco Tulio Cicerón advirtió de que «las ciudades desacreditadas tienen epílogos desastrosos: los condenados son rehabilitados, se libera a los encarcelados, se hace volver a los exiliados y se invalidan los hechos juzgados. Cuando esto sucede, está claro que el Estado se derrumba».
Ahora que la norma fundamental cumple cuarenta y cinco primaveras, tengamos presente la advertencia ciceroniana y recordemos que cada generación de españoles es depositaria de un deber histórico. Si el de nuestros padres fue traer la democracia y el orden constitucional, a nosotros nos corresponde defender la primera y preservar el segundo para legar a nuestros hijos una nación de ciudadanos libres e iguales.
Hagámoslo como lo hicieron ellos, con responsabilidad, juicio y toda la fuerza de las convicciones.
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