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Permítanme que me remonte seis años atrás. Por aquel entonces, en una Cataluña interesadamente polarizada, el Parlament aprobó la convocatoria de un referéndum ilegal para ... decidir sobre la independencia de la tierra que vio nacer a Gaudí. Aunque la ley que dio luz verde a esa pantomima fue suspendida por el Tribunal Constitucional, el plebiscito se celebró sin garantía alguna el 1 de octubre de 2017. El sainete, orquestado por mor de las huestes separatistas, fue un cúmulo de irregularidades: a los entusiastas que votaron varias veces, se unieron urnas sin precintar con papeletas en su interior o sufragios emitidos por extranjeros no censados. Todo un dislate democrático.
Como era de esperar, el resultado –un abrumador apoyo a la emancipación según la Generalitat– fue ampliamente cuestionado por el Gobierno de España y la Unión Europea, que no reconocieron legitimidad a la autollamada «república catalana».
Pero los dirigentes del 'procés', lejos de arredrarse, continuaron con la farsa y aprobaron, aquella oscura mañana del 27 de octubre, la declaración de independencia.
En las mismas fechas, mientras el vodevil alcanzaba tintes tragicómicos, jóvenes xenófobos incendiaban las calles y obligaban a la policía a emplearse a fondo para contener sus desórdenes. El Rey, consciente de que peligraba la unidad de la nación, acudió en defensa del orden constitucional, insuflando al país el coraje sereno que necesitaba. La sociedad civil, demostrando su pacífico compromiso con el régimen surgido de la transición, se manifestó masivamente contra la rebelión y los tribunales, cumpliendo rigurosa y escrupulosamente con su función, juzgaron e hicieron ejecutar lo juzgado.
La violación del ordenamiento jurídico y la sedición eran tan bochornosamente flagrantes que el Estado tuvo que aplicar el artículo 155 de la Constitución para intervenir la autonomía y poner freno a tanto desmán.
Ahora, más de un lustro después, aquellos hechos vuelven al centro del tablero político, pero no para condenarlos sino para olvidarlos. A propósito de las negociaciones iniciadas por Pedro Sánchez para ser investido presidente, ha trascendido parte del precio impuesto por los enemigos de España para votar a su favor: amnistiar todo lo ocurrido aquel fatídico mes de octubre.
No seré yo quien les convenza de la inconstitucionalidad de la exigencia nacionalista, pues han sido muchos los expertos que ya se han pronunciado con claridad y cuasiunanimidad sobre el particular. Ahora bien, sí les diré que, a diferencia del indulto –que elimina el cumplimiento de la pena sobre la base de la existencia del delito–, la amnistía lo olvida y lo hace desaparecer, de manera que, si nos doblegamos frente a la reivindicación separatista, se borrarían de un plumazo todos los actos delictivos que se cometieron a lomos del 'procés'. Dicho en otras palabras, la medida de gracia solicitada no sólo contraviene lo dispuesto en la Carta Magna, sino que nos obliga a hacer un indigno ejercicio de amnesia colectiva para redimir, como si nada hubiese ocurrido, a quienes perpetraron un auténtico golpe de Estado.
Ceder a la amnistía, por tanto, daría carta de naturaleza a las tropelías del independentismo –atentando gravemente contra la igualdad entre españoles–, arrasaría con el principio de legalidad –deslegitimando la intachable intervención de los tribunales– y violentaría nuestro régimen político –desautorizando la impecable salvaguarda de los valores democráticos realizada por la Corona–.
Sr. Sánchez, recuerde que nuestro país se articula como un Estado social y democrático de derecho en el que todos, absolutamente todos –incluidos los separatistas sediciosos y malversadores– estamos sujetos al imperio de la ley. Si sus afanes de poder le llevan a traicionar un principio tan básico para nuestro modelo de convivencia, su felonía para seguir pernoctando en La Moncloa será de tal calibre que convertirá a Fernando VII en un mero aprendiz.
Escuche a la inmensa mayoría de sus compatriotas y no claudique frente a requerimientos imposibles de cumplir. Si lo hace, si pone la España constitucional en almoneda para poder seguir gobernando, su deslealtad con quienes le confiaron su destino lo perseguirá toda la vida.
Y por cierto, ahora que se apresta a negociar su investidura con cismáticos irredentos, le recuerdo que los nacionalismos identitarios son xenófobos y supremacistas. No creen en la igualdad de los ciudadanos sino en la superioridad de unos sobre otros por el mero hecho de haber nacido en un territorio determinado. A partir de ahí, construyen toda una distopía que ha devastado pueblos, ha provocado graves conflictos y ha hecho añicos la pacífica convivencia entre iguales.
No lo olvide nunca, por la cuenta que nos trae.
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