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Los republicanos son seres prácticos. Dicen: ¿para qué sirve hoy un rey, una dinastía que viene por mandato divino? ¿No es mejor un presidente de la República, al que al menos votamos los humanos, aunque un presidente de República, contra lo que se cree, nos ... salga más caro? Me siento tentado a darles la razón, porque monárquicos no hemos tenido a ninguno en mi familia. Pero enseguida me acuerdo de tres cosas: una, que al rey también lo votamos (cuando la Constitución española); dos, que efectivamente un rey nos sale baratísimo comparado con el presidente de la República 'in pectore' Sánchez (un 'Sánchez' es la nueva unidad de medida de gasto socialista después del famoso 'Pellón' del comisario de la Expo 92, el señor Jacinto Pellón, y vienen a ser al cambio unos tropocientos mil millones de veces el coste íntegro de farras y queridas de por ejemplo el emérito don Juan Carlos); y tres, que el nuevo Rey Carlos III de Inglaterra sirve, por ejemplo, para haber salvado de su completa extinción a la grandiosa cerveza 'ale' británica, cuando solo era Príncipe de Gales, ¡y con su propio dinero! ¡Viva el Rey! Solo por haber salvado la cerveza artesanal y evitar que en Inglaterra ahora mismo solo se bebiera Heineken o algún bebedizo más o menos saudí yo me alisto en la Royal Navy para ir a luchar a las Falklands.
¿Por qué Inglaterra tiene monarca y no a, no sé, Jacques Chirac, famoso por dejar reuniones de alto nivel para irse a echar 'quickies' de un minuto con secretarias? Porque el monarca británico es un señor que ha salvado la cerveza y por tanto ha salvado al mundo, cuando nadie creía en el futuro de la cerveza y por lo tanto tampoco en el del mundo. «A quien no le gusta Londres no le gusta la vida», dejó dicho el gran bebedor de 'ale' Samuel Johnson. A quien no le gusta la monarquía no le gusta la vida, siendo esto bastante grave, pero tampoco le gusta la cerveza, y eso me hace sospechar al menos tanto como esos tíos a los que les gusta bailar. El que será Carlos III de Inglaterra, en el instante más oscuro de la moda en el Reino Unido por todo lo continental, años 60/70, de los trajes italianos de seda a la cerveza de macroindustria, quiso ejercer de salvador de aquella Pequeña Inglaterra en la que creyeron Chesterton u Orson Welles («cuando los narcisos olían más dulce», dijo Orson en frase definitiva), anterior al gélido victorianismo hipócrita y desde luego al Imperio.
Carlos ha sido siempre coherente con el legado de su augusta madre. Su madre perdió el Imperio y su hijo se refugió en la britanicidad a ultranza, en el ruralicio de la Pequeña Inglaterra, en el rescate de edificios y lugares singulares, en las reformas al modo de las islas, que consisten en no tocar nada sin una detenida observación previa de al menos quinientos años, como los jardines ingleses. Carlos III es un erudito infatigable capaz de escribir magníficas guarradas sobre desear ser un tampón, y un hombre providencial para todos aquellos que creemos que la solución a la vida es que los narcisos huelan cada vez más dulce y la 'bitter' inglesa sepa más amarga.
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