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Después de lo acontecido en Valencia no nos queda más que señalar que España no funciona. No es que sea un Estado fallido, es que es un Estado desaparecido. Y es que tenemos una clase política que es incapaz, en su incompetencia, de gestionar siquiera ... las urgencias provocadas por la naturaleza, desde la prevención hasta el rescate y la recuperación. Un Estado colosal y carísimo que es incapaz de gestionar los servicios públicos para evitar tragedias, salvar la vida de los ciudadanos, atenderles en su desgracia y poner los medios para la reparación de los daños. Cuando son los voluntarios los primeros en llegar al lugar de la catástrofe armados con cubos y escobas y llevando la ayuda necesaria, agua, medicinas, comida, productos de limpieza y todo lo necesario para la supervivencia de aquellos que lo han perdido todo, es porque el sistema falla y los encargados por el pueblo para proteger y responder a las adversidades están en otro plano vital. La insensibilidad, la negligencia, la indolencia y la indiferencia demostrada por los responsables políticos ante el drama es una agresión brutal a todos los españoles. Y es esa indiferencia la que provoca la indignación y la violencia.
Lo que sí sabe la clase política es repartir culpas y evitar responsabilidades para que la fatalidad no le frene su ambición y su necesidad de poder. Pretender que el Gobierno central no sea el primer culpable, empezando por los ministerios de Transición Ecológica, de Interior y de Defensa, que tiene todos los instrumentos tecnológicos, humanos y materiales a su disposición, y acabando por la presidencia del Gobierno, que tiene los medios legales necesarios para organizar y ejecutar las labores requeridas, es pretender que los españoles somos idiotas. Resumir la incompetencia en la frasecita de si quieren ayuda, que la pidan, es como si cualquiera de nosotros nos encontramos a un desgraciado ahogándose, con el agua al cuello, tuviéramos una cuerda a mano, y le preguntáramos su filiación política y le exigiéramos que nos pidiera por favor salvarle. Esto es un despropósito de una calidad moral cuestionable. Este proceder es inolvidable por su perversidad.
Que el resto de las administraciones sean incompetentes no beneficia, como parece interpretar el Gobierno, a quien debe demostrar agilidad, eficacia, seguridad, solvencia y energía a la hora de resolver las catástrofes, se produzcan donde se produzcan. Por el contrario, le descalifica para seguir gobernando porque su actitud es ofensiva y dolosa. En este caso el cálculo político y la estrategia han fallado, pues se habría desactivado más eficazmente al contrario a través de la acción que de la inacción, lo que ha dejado a todos en una situación vergonzosa rodeados de cadáveres y devastación. Los afectados se deben de estar preguntando: ¿en qué manos corrompidas y viciadas estamos? Y encima les sorprende la violencia. Poca fue cuando a los desgraciados nada les queda ya por perder. Y terminan el oprobio con la coletilla, cada vez menos eficaz, de la ultraderecha, mientras el máximo responsable del Gobierno se escabulle del lugar de la tragedia teatralmente, dejando a sus compañeros de excursión dando explicaciones y pidiendo calma. Esto tampoco se olvidará fácilmente. De poco les va a servir a los perjudicados los relatos, las culpas, los enfrentamientos, los ceses o las dimisiones cuando recuperar sus vidas va a ser un suplicio. Porque el escaso dinero puesto a su disposición no va a dar para mucho ni el tiempo juega a su favor.
Las tragedias ocurren, desgraciadamente, y la naturaleza es imprevisible, pero excusarse en que el cambio climático mata no deja de ser otra estupidez, otra más, proveniente de un personaje impasible e insensible al sufrimiento del prójimo. Esto tampoco tiene pinta de que se vaya a olvidar. El cambio climático no mata pues carece de voluntad criminal, lo que mata es la indolente actividad humana, la falta de planeamiento, el desorden y el caos. La naturaleza se puede encauzar, desviar, retener o aplacar con voluntad, financiación, oficio y rigurosidad. Y aun así seguiremos estando en sus manos pues nunca sabremos dónde, cuándo y cómo va a descargar su violenta fuerza. Ahora bien, como se trata de escabullirse de la culpa y achacársela a otro, nuevamente se acude a la ultraderecha como defensora de las teorías del negacionismo. Igual de malo y pernicioso es este que el activismo climático, pues convertir en religión lo que no es más que mera interpretación no ayuda a determinar qué espacio le corresponde a la naturaleza y cuál al ser humano. Las posturas radicales y extremas respecto a los desastres naturales nos acabarán ahogando a todos. Entre el fanatismo de la negación y el apocalipsis progresista siempre tiene que haber un espacio de claridad para la precisión de la ciencia, la razón humana y el buen gobierno.
Aprovechar la tragedia para convertirla en arma política no traerá nada bueno, si acaso, cabreo y desesperación. Como bien dice el refrán, 'contra el vicio de pedir, la virtud de no dar'. Que la naturaleza nos ayude, porque el Gobierno...
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