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Es difícil saber a dónde vamos y más difícil aún es saber si el sitio donde nos lleva la política nos va a gustar. No nos lo están poniendo sencillo a los españoles con tanto bando y tanta banda ideológica en constante pendencia. Curiosamente, no ... es la oposición la que con más ahínco perturba nuestra indiferencia, lo que sería lo normal teniendo en cuenta los casos de corrupción, actividades irregulares, decisiones peculiares, honores mancillados y desigualdades manifiestas; es el Gobierno, su partido y sus socios, el que eleva el tono y provoca la gresca en defensa de un ideal progresista salpicado de racismo nacionalista, populismo y marxismo pop, todo ello con un profundo olor a homilía, a salvación, a redención. La fe y la razón luterana se vuelven a encontrar en el espacio de una izquierda sin pueblo, acogida a lo divino e inquietantemente hiperdemocrática. Hay, intuyo, vulnerabilidad y fragilidad en la exageración.
Cuando las decisiones políticas se toman desviándote de tu propio ideario, modificándolo en función de un resultado electoral adverso con el objetivo de mantener el poder a toda costa, se asumen excesivos riesgos porque crea desconfianza, sorpresa y desengaño, sobre todo, si ese poder es minoritario. Y para luchar contra esto es necesario, como hacen los malos jugadores, duplicar la apuesta mediante la agresividad, la victimización, la evasión de la responsabilidad y la distribución de la culpa, hasta llegar al 'todo o nada'. Esa radicalización, más propia de la extrema izquierda que de la socialdemocracia, llega a confundir al Estado con el Gobierno y al partido con el legislador y, al final, asumir que todos los poderes son propios y merecidos: justicia, derecho a la información, control empresarial, Jefatura del Estado, fondos públicos, vigilancia tributaria, seguridad o regulación de la libertad. Si añadimos la demonización de la oposición antipatriota, tenemos a todas las instituciones de la democracia desmontadas desde dentro y a unas élites nacionalistas y socialistas aupadas y asentadas en el capitalismo de Estado, eso sí, federado. ¿Estamos llegando a ese punto? Decídanlo ustedes. La historia, no la memoria alterada, trae malos augurios. Otra pregunta: ¿si Rodríguez Zapatero –nuestro líder caribeño, visionario e ideólogo de foros alternativos– defiende regímenes populares, sustitutorios de la democracia, para nuestros hermanos hispanos, por qué no habría de recomendarlos para la Madre Patria?
Esta evolución o involución, como cada uno lo quiera ver, no obedece ni puede obedecer al dictado de una persona y su capricho, sino a la estrategia de un partido acorralado por su tradicional querencia al descontrol y al desvío y su pérdida de poder electoral. Un gobierno en minoría exige un enorme esfuerzo de comunicación y un gran equipo, preparado para la respuesta, para la creación, aunque sea artificial, de contenidos provocadores y para colocar trampas para encelar al contrario. Con lo que no contaban era con que las trampas también las ponía el propio partido y su entorno. Y esto le obliga a cambiar la estrategia (mayor esfuerzo aún) hacia la victimización, siendo necesario mostrar la debilidad del líder y su necesidad de protección. El sanchismo no existe, no es más que estrategia comercial del PSOE y propaganda para defenderse de lo que pueda venir y poder sobrevivir a una época que puede dejar huella en la memoria, ahora sí, de los electores. El presidente del Gobierno es buen amante del poder, pero no tanto como su partido. El primero pasará, con más o menos gloria, pero el segundo ve los ejemplos de Francia o Italia y teme la reacción electoral a una política dependiente, histérica y fastidiosa.
La socialdemocracia española, régimen abanderado desde la Transición por izquierda y derecha, empieza a mostrar su agotamiento de tanto estirar unos y otros hacia los extremos. Más democracia (a saber qué significa eso), más derechos y más Estado, por un lado, y menos regulación, menos impuestos y menos intervención estatal, por el otro. ¡A ver quién gana! Con la esperanza puesta en que no perdamos todos la puñetera batalla del relato.
No parecía tan complicado gestionar una España en marcha –aun después de la pandemia–, asentada en la democracia, olvidada de sus fantasmas, con una economía activa y un buen nivel de vida. Que necesitaba gobernantes dispuestos a acabar con el paro y la pobreza, resolver el problema de la vivienda o de la inmigración irregular, invertir en investigación, fortalecer la sanidad pública, modernizar los servicios, establecer mejores y mayores vínculos con los hermanos de la otra orilla y con Europa, fortalecer las relaciones diplomáticas y proyectar el futuro razonablemente. Sin embargo, aquí estamos: divididos, enfrentados, cabreados y sin saber qué camino van a tomar los que nos gobiernan.
O esto es solo cosa de los políticos y de los que nos dedicamos a observarlos. Porque en las calles, en los bares y en las relaciones sociales y familiares se sigue respirando Libertad. ¿Será otra trampa?
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