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«Tranquilo Charly, abierto, todo el peso encima, ¡ahí va!!». Pensó Carlos Alcaraz golpeando la bola a tres metros del suelo obligándola a cruzar la red por donde mide 97 centímetros a 201 km/hora, llegando al punto de impacto en 35 centésimas de segundo. ... Esa es la duración del tránsito desde un cuerpo en tensión a un cuerpo relajado abierto en cruz de San Andrés sobre el suelo que pisaron figuradamente desde Aquiles a Nadal. Por la cabeza del campeón pasaron dos ideas: una, «¡Ya está!» y, otra, «la próxima vez pediré a Nike camisetas más chulas». Se sentía tranquilo, porque en la victoria no hay nervios, solo una inmensa serenidad por una borrachera de dopamina.
Carlos Alcaraz es ahora el mejor, y su fulgurante, fresco y estimulante éxito en el doloroso e icónico 11-S para los neoyorkinos ya justifica una vida deportiva. Su triunfo le supone un goce superior, pongamos, al de recibir el Nobel de literatura, pues, a pesar del tesoro de emociones y razones que se esconden en una obra narrativa, su sosiego difícilmente puede competir con el entusiasmo o decepción que ofrece, con bastante menos esfuerzo para el espectador/lector, la narrativa tenística con efectos inmediatos, con incertidumbre viva, simultánea con el latir del corazón. El tenis, al contrario que el reprimido ping-pong, es un deporte donde se trata de aplicar toda la fuerza humanamente posible para que la bola vaya lejos sin sobrepasar una línea situada un poco antes de donde llegaría el más fuerte y, al tiempo, toda la dulzura de una suave dejada en la red. Siempre me impresionó, viendo a Agassi en el Godó, que se golpeara mirando obsesivamente a la bola dándole instrucciones para que impacte en una línea veintitantos metros más allá, dimensiones que originariamente fueron en pies (78x27) porque este es un invento inglés (copiado a los franceses), como el golf es también un invento inglés (copiado a los holandeses) o Gibraltar un peñón inglés (pisado a los españoles).
El tenis ya se jugaba en el siglo XVIII (no lo inventó el genial Federer) y se llamaba 'Jeu de paume', literalmente 'juego de la palma' –de la mano– inspirado en el juego del frontón. En el museo Thyssen hay un enorme cuadro de Tiepolo compartiendo sala con las 'vedute' venecianas de Canaletto. Se llama 'La muerte de Jacinto' y está inspirado en la Metamorfosis de Ovidio; cuenta metafóricamente cómo un golpe tenístico mata al joven amante de Apolo provocando que este hiciera brotar de su sangre la flor de su nombre. Este cuadro fue encargado por el conde Schaumburg-Lippe al pintor veneciano como homenaje a su amante español, un joven director de orquesta que murió en 1751, época en la que se pintó el cuadro. El conde era un famoso jugador de tenis (Versalles tiene una pista cubierta). En la esquina inferior derecha de este cuadro hay una raqueta que podría pasar por una Dunlop Maxply junto a dos pelotas de cuero con arena dentro cuyo peso provocaba graves accidentes entre los jugadores.
Todo el peso de esta tradición deportiva ha heredado el audaz Carlos Alcaraz que llega en plenitud y hace cumbre a la primera oportunidad que le ha dado el destino. Una plenitud que es física, técnica –puede golpear hasta de espaldas–, táctica, estratégica y mental por requerir una rápida recuperación después de haber sufrido desconcentración tras ejecutar algunos de sus malabarismos prodigiosos y distraerse enardeciendo al público. Pero, sobre todo, en este chico que quiere seguir siendo un chico, la novedad es que se dan juntos todos estos aspectos claves del juego. Es evidente que nació para este deporte que es tan atractivo porque, salvo en la guerra, en ninguna otra actividad competitiva se da esta perfecta armonía entre el desempeño colectivo y el sufrimiento individual. Por una parte, la acción del equipo técnico, comercial y emocional que necesariamente acompaña a un jugador de élite y, por otra, el desempeño individual en un grado tal que asusta por la dureza que supone mantener la tensión y soltura simultánea del brazo en golpes cuya desviación mínima supone la gloria o la derrota. Y todo bajo la mirada compleja de un público que ante el mismo hecho físico –una pelota en el aire girando sobre sí misma– sufre o goza en función de si uno nació en Murcia o nació en Oslo. Si con Nadal los murcianos creímos haber roto el termómetro del sufrimiento deportivo sofístico (de sofá), ahora sabemos que hay un grado más, el de que este prodigio lo ejecute un paisano, tan próximo, que vive cerca de ese edificio rojo por el que toda Murcia, antes o después, ha pasado para ver surgir o declinar la vida.
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