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Recién extinguido el titilante resplandor de las candelas -luminarias para alumbrar el espíritu-, el calendario nos emplaza ante el día dedicado a incidir sobre ese conjunto de enfermedades que componen el cáncer. La fecha, el 4 de febrero, festividad de santa Águeda. No se trata de una efeméride al uso para celebrar, conmemorar o festejar, pues no es asunto para andarse con lisonjas. La pretensión estriba en recordar la vigencia de algo tan trascendente para la salud, desbordando los confines individuales, hasta implicar al conjunto social. Es una cuestión que, en el sentir colectivo, representa el mal supremo que nos puede afligir como enfermedad. Su sola mención provoca un torrente de emociones, en una abigarrada conjunción de pesimismo, desconsuelo y sufrimiento, ante las inciertas perspectivas que depara. Desde ese truncar la normalidad vital de la persona afectada por lo incierto del porvenir, hasta la consternación que invade al entorno del sufriente. Es todo fruto de la idea, tenida por generalizada, de tratarse de una entidad de irremisible evolución fatal, asumiendo conocer la posibilidad de un fin a plazo fijo, con las también supuestas perspectivas de sufrir, durante ese tránsito, dolor físico e impacto emocional. Pesadumbre y congoja asociadas a la mención de la palabra cáncer que, sin embargo, conviene valorar en su justa medida. Situados ante el hecho de que se trata de un variado conjunto de enfermedades -de muy heterogénea condición y variado pronóstico-, carece de sentido englobarlas en una única cosa. Hay que matizar sus características generales y también las concretas, y ponerles un apellido después de ser analizadas, en directa relación con el órgano afectado, antes de considerar que padecer un cáncer es una entidad de pronóstico sombrío.
Ante tan oscuras perspectivas, cabe anteponer sólidos muros de información, conocimiento veraz, confianza y sobre todo esperanza. Con el decidido compromiso de apoyo desde todos los ámbitos a los afectados, alejándose tanto de las falsas ilusiones como de las mezquindades cotidianas con las que la verborrea imperante nos tiene casi anestesiados. Para esto no se requieren grandes hechos ni proclamas, sino más bien una actitud de simple humanidad, de consuelo y acompañamiento. Hay que dejar brotar las emociones, emergiendo nuestro lado oculto de sinceridad por el mal ajeno, sin que importe ser tenidos por pudorosos ante quienes sufren. Nada hay de malo en estar al lado de quienes padecen cualquier aflicción, compartiendo con franqueza la esencia de su dolor, con actos sencillos, de comprensión, de saludo y abrazo que transmiten tantas cosas al amigo, al hermano. Cuanto más al desconocido, en este caso con una atención de valor incalculable, como sucede con tantos voluntarios.
¿Y qué podemos hacer? Pues afirmarse en los pilares básicos de ayuda. Insistir en la prevención de sus causas, conocidas o sospechadas. Profundizar en la investigación, aunque en este sentido habría que hacer una llamada seria de atención para no generar falsas expectativas. Es muy difícil hacer llegar realidades biológicas de complejísima entidad, para que puedan ser entendidas incluso por quienes se mueven entre los entresijos de la biología recóndita, enrevesada y enigmática, para entender los mecanismos de precisión en los que las piezas funcionan bien ensambladas. Hablamos del fascinante mundo de la biología molecular, de los genes, las proteínas y las moléculas infinitesimales. Saber cuál es el estado actual de la cuestión, en qué punto del camino se encuentra el avance de los límites de la investigación.
Es este un empeño arduo. Una premisa compleja que puede conocer el científico experimentado, pero sin poder trasladarlo al profano, ansioso de que esos avances sean necesariamente de directa aplicación a la realidad concreta del enfermo. Es crucial no suscitar vanas esperanzas. Y alentarlas siempre que sea con mensajes de futuro, pero siempre con esa coletilla de que, para su aplicación al enfermo, hay que esperar hasta que se convierta en tangible. Véase el reciente ejemplo de un descubrimiento clave para desentrañar cómo las células malignas se diseminan, desde su sitio inicial hasta sitios distantes, en los que se implantan las metástasis, que son base de la mortalidad durante ese proceso. Este hallazgo supone un cambio de paradigma radical, pero su aplicación esta todavía a años de estar a disposición de los afectados. Cualquier sustancia debe demostrar su inocuidad, amén de la eficacia que se le supone.
Ocasión asimismo es este Día Mundial del Cáncer para reiterar lo que constituye pilar decisivo de la prevención, insistiendo en seguir hábitos de vida saludables. Sumamos a ello a la implantación de programas de detección precoz y métodos de diagnóstico rápidos, ante la presencia de síntomas guía sospechosos, que dan la voz de alerta. Hay que descubrir entidades ocultas en las fases iniciales, pues cuando aún están confinadas en territorios concretos son más fáciles de solucionar. Aunque los oídos se cansen y la mirada se fatigue, saturados de tanta información, son cuestiones sobre las que es necesario perseverar. El hecho de dedicar unos momentos a tener presente esta enfermedad ayudará en ese afán colectivo de erradicar ignorancia, dolor y sufrimiento.
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