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PRIMERA PLANA ·

El miedo a opinar por temor a ser avergonzados o humillados cercena la libertad de expresión, empobrece los debates y fomenta la cultura de la intolerancia. No me gustan las hogueras digitales, las jaurías tuiteras y la imposición de un pensamiento único que cercene el intercambio de ideas y la libertad de cátedra

Domingo, 5 de febrero 2023, 07:39

Leía hace unos días un reportaje en el que se preguntaba a una treintena de personas de la cultura y la economía sobre cuáles son las cosas que hacemos hoy que nos parecerán vergonzosas en el futuro. Las respuestas eran variopintas. Algunas divertidas, otras muy serias. De todo lo lamentable que hoy practicamos en las sociedades occidentales, hay una apuntada en ese reportaje que a mí también me parece deplorable y pienso que en el futuro nos causará bochorno general. Me refiero a la cultura de la cancelación. Ese fenómeno surgido en Estados Unidos, pero que se ha extendido por Europa, consiste básicamente en la condena al ostracismo o la humillación pública a personajes (vivos o muertos) por posicionamientos ideológicos discrepantes o comportamientos moralmente discutibles, generalmente desde distintos colectivos o partidos situados en los extremos del espectro ideológico, aunque no siempre. Y no porque en muchos ejemplos de los últimos años no hubiera motivos sobrados para el reproche social, sino por sus consecuencias perversas para la libertad de expresión. El miedo a opinar, a ser cancelado por apartarse de las corrientes de pensamiento mayoritarias, retrae a muchas voces de la sociedad, lo que a la postre reduce la pluralidad de opiniones, empobrece los debates y fomenta la cultura de la intolerancia.

En línea con un manifiesto publicado en Estados Unidos, Mario Vargas Llosa, Adela Cortina y Fernando Savater, entre otros destacados representantes de la cultura española, condenaron este fenómeno en una carta publicada en 2020. «Nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo –decía el texto– nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente y ajeno a una corrección política intransigente». La carta sirvió para focalizar el problema, pero está lejos de haber desaparecido. Hoy sigue siendo necesario denunciar los comportamientos xenófobos y sexistas, pero ahora como entonces no hay justificación para emprender arbitrarias cazas de brujas, orquestar jaurías tuiteras contra todo y contra todos, e imponer un pensamiento único que cercene el intercambio de ideas y la libertad de cátedra.

En efecto, lo peor de la cultura de la cancelación no es tanto la estigmatización de los señalados como el retroceso generalizado en el derecho a decir lo que pensamos y expresamos en público sin temor a ser avergonzados o rechazados. Uno incluso corre el serio riesgo de ser cancelado si critica la cultura de la cancelación, un campo de batalla en el que la izquierda y la derecha andan atrapados en un bucle. Algunos en la izquierda niegan el problema y dicen que todo es una cortina de humo para seguir permitiendo los mensajes de odio, mientras una parte de la derecha lo denuncia, adoptando fórmulas más extremas de censura, con normas que impedirían la discusión abierta en las aulas de determinados temas.

Especialmente aberrantes me parecen algunas prácticas de cancelación cuando se aplican a quienes ni siquiera pueden defenderse porque están muertos. No hablo, por supuesto, de los genocidas totalitarios y sus cómplices, cuya exaltación no debe permitirse para evitar pisotear la dignidad de las víctimas, sino de personajes públicos que son históricamente revisitados y llevados a juicios rápidos y sumarísimos, llegando a ser condenados, en el mejor de los casos, al olvido. En ocasiones, con motivos claramente execrables, pero otras veces con pruebas que no han sido suficientemente contrastadas.

Este revisionismo histórico, esa pulsión presentista, produce chocantes vaivenes en la reputación de figuras que un día fueron indiscutibles porque eran valoradas por la faceta que les había llevado a pasar a la Historia en letras mayúsculas. Está pasando hoy en Chile con el poeta Pablo Neruda, ateo, comunista y referente intelectual de la izquierda latinoamericana. En los últimos años, el premio Nobel de Literatura está siendo apartado como icono cultural porque el movimiento feminista argumenta que Neruda abandonó a su esposa e hija, que estaba discapacitada, y señalan un fragmento de sus memorias en el que narra la violación de una criada cuando era diplomático en el antiguo Ceilán. Ahora quien está siendo reivindicada en Chile es la poetisa Gabriela Mistral, la también premio Nobel, que publicó ocho poemas hace cien años en nuestro suplemento literario. La dictadura de Pinochet se apropió de la figura de Mistral, manipulando el sentido de su obra, que tenía su carga social, y su propia vida, poco menos que presentándola como una soltera santurrona. Paradójicamente, hoy es el movimiento LGTBI chileno quien ha convertido a Gabriela Mistral en todo un símbolo con el argumento de que, pese a no haber manifestado nunca cuál era su orientación sexual, «disintió de la heteronorma», precisó al New York Times una activista feminista y LGTBI. Neruda y Mistral, dos inmensos poetas, con sus luces y sus sombras, usados a conveniencia.

A mí me sigue asombrando lo que pasa en España con el murciano Juan de la Cierva, cancelado para el aeropuerto de Corvera en virtud de un escueto dictamen pedido a demanda que no ha pasado revisión por pares, como ocurre en la ciencia de calidad, pero que ha sido suficiente para una implacable y selectiva aplicación de la ley de memoria democrática (aquí en Corvera, no en Getafe). Es curioso. Mientras aquí revisamos las sombras de su pasado, en EE UU iluminan su faceta más brillante y se subraya que, de no haber fallecido en un accidente, quizá habría hecho realidad el sueño del coche volador. Así aparece en 'El futuro que nos prometieron', un libro de reciente aparición que analiza por qué los avances tecnológicos en el transporte que empezaron con Juan de la Cierva se han ido ralentizando con el tiempo. El futuro estaba a nuestro alcance, dice el autor del libro, el investigador J. Storss Hall, pero se perdió la oportunidad. Ahora es el pasado lo que se nos va de las manos.

Alguien dijo una vez que el periodismo proporciona el primer borrador de la Historia. No da tiempo a más, pero en la búsqueda de «la mejor versión obtenible de la verdad», como decían Carl Bernstein y Bob Woodward, los periodistas del 'Watergate', nunca una historia está completa y resulta creíble si, antes de ser publicada, no se ha interpelado al protagonista en persona y se conoce su versión. Con Juan de la Cierva, fallecido en 1936, es imposible. Lo que nos está vedado a los periodistas lo tienen permitido los historiadores, que cuentan historias con hechos, aunque los hechos no hablan por sí solos y no puedan contrastarlos con sus protagonistas. Y como bien dijo el historiador Edward C. Carr, los hechos son «como peces en el agua que nadan en un océano vasto y a veces inaccesible; y lo que el historiador pesque dependerá, en parte, del azar, pero principalmente de la parte del océano en la que elija pescar y el aparejo que elija usar». Con eso está todo dicho, por mi parte.

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