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Cambiar es girar la brújula. Es hacer uso de la segunda opción. Es la oportunidad de fallar de otro modo. Es 'dale una vuelta'. Es ... colocar un filtro divertido. Cambiar es desandar el camino, atreverse a pensar diferente. Reubicar tu destino y recalcular el camino. Cambiar es Luis Figo, es Errejón o Hervías, es Tom Brady, es Terminator y el Conde de Montecristo. Cambiar es mágico. Cambiar desactiva, corta el cable rojo, exorciza a la hija poseída. Sagrada palabra es Cambiar.
Cambiar es el mantra político por excelencia. Es hipnótico. Es útil siempre, con solo verbalizarlo: cambiar como una promesa, como la tierra prometida, como las letras de neón. Cambiar como una declaración solemne de un verbo sin complemento directo, porque no importa lo que cambies, sino que lo hagas: de políticas, de valores, de prioridades, de enfoque, de sentimientos. Docenas de 'lugares comunes' combinados con creatividad para lograr que la gente acabe reclamando el Cambio como algo irrenunciable.
Los partidos políticos se han apropiado de la palabra Cambio y de todas sus implicaciones, en especial en periodo electoral. Ahora lo hace el PP en su Convención itinerante. Se arrogan todo su significado y lo hacen una y otra vez, sin aparente fatiga intelectual. Hacen del Cambio su marca sin sonrojo, 40 años después de que González y Guerra lo aplicaran con notable éxito. Desde aquellas elecciones de 1982, hemos sigo testigos de todo tipo de cambios: Cambio en Galicia, Cambio en Andalucía, Cambio en Murcia, Cambio tranquilo, Cambio progresista, la marcha del Cambio, el Cambio que une, el Cambio real, comienza el Cambio, forma parte del Cambio. Todo es Cambio: el punto de partida, el camino, el destino. Es un caudal inagotable que volverá a emerger en cuanto se convoquen elecciones. Primer curso de política posmoderna.
Y cuando, por insistencia propia o desgaste ajeno, se produce ese Cambio en Gobiernos o instituciones, acaba ocurriendo más o menos lo mismo: salen unas personas y entran otras con furibunda intensidad al principio, aprovechando la inercia y, durante un tiempo, parece que algo está, en efecto, cambiando. Pero, con el paso de las semanas, se va difuminando la intensidad de toda esta energía en la medida en la que se da de bruces con el único hecho incuestionable: la cruda realidad. Lo que era una urgencia social ya no es tal. De repente, todo aquello que iba a hacerse, ya no se puede hacer y aquello que era fácil de solucionar, no lo es tanto. El recibo de la luz no baja solo con sentarse en una mesa con las eléctricas, el paro juvenil sigue siendo inmoral, sigue sin bajar el fracaso escolar y no acabamos de encontrar una fórmula contra la inmigración ilegal y las mafias. Resulta desesperante gestionar la frustración.
Al mismo tiempo, parece que los recién llegados también tienen favores que pagar y amiguetes que rescatar de su anoxia laboral. Así que el Cambio va menguando y se convierte en un horizonte en el que no existe ningún rayo verde, en una Ítaca sin Penélope. En un trampantojo.
Es fácil concluir, pues, que Cambiar en política es algo nominal, puramente simbólico, una promesa que caduca en el momento en el que tiene que concretarse, justo al principio de todo, justo antes de comenzar. Buena parte de todo aquello que habría de cambiar permanecerá en el mismo lugar y lo único que cambiará son las justificaciones, los argumentarios de manual, un adecuado barniz ideológico y algo de purpurina. Resulta todo tan previsible que cuesta entender cómo los partidos políticos siguen prometiendo el Cambio y aún más incomprensible cómo los ciudadanos siguen creyéndolo. Como afirma David Trueba en su reciente 'Queridos niños', «lo más difícil del mundo es engañar a quien ya ha sido engañado». Ingenuo. Todos creemos lo que queremos creer.
Así que, cuando nos vuelvan a pedir que abracemos el Cambio, guardemos serenidad, mantengamos la distancia y recordemos a Leonard Cohen y aquella verdad inmutable: «Aunque estoy convencido de que nada cambia, para mí es importante actuar como si no lo supiera».
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