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No sé usted, pero yo me siento huérfana políticamente hablando. Vaya por delante que, ante la incapacidad de etiquetarme con rigor (ni yo misma sabría ... hacerlo), me han tildado de todo: que si soy de derechas y del Opus (válgame Dios), roja o de Podemos (A Urralburu le entró la risa. «Si lo llego a saber, me aprovecho»).
Lo políticamente correcto me la trae al pairo. Soy como tantos españoles que no ve blanco lo que es negro ni negro lo que es blanco, por mucho que lo establezca el argumentario del partido de turno. Que aborrece la manipulación, la mentira, las consignas, el todo vale..., el silencio frente a los excesos de los 'míos' y el encarnizamiento con los 'otros'... la paja en el ojo ajeno y la viga en el nuestro.
No me gusta lo que veo. Ni a mí, ni a muchos, como ha puesto de manifiesto el último barómetro del Cemop, en el que los políticos a los que elegimos para que resuelvan nuestros problemas se han convertido en un problema en sí mismo, en la principal preocupación de los ciudadanos de esta región.
No es un fenómeno nuevo. Pero preocupa que siga 'in crescendo' después de acontecimientos que debieron desterrar determinadas formas de hacer política.
Hubo un 11M, el mayor atentado terrorista de la historia de Europa, que se saldó con 198 muertos y cerca de dos mil heridos, en el que una sociedad conmocionada y rota por el dolor pudo ver con desazón y estupor el comportamiento miserable de una clase política, más preocupada por mantenerse o acceder al poder, que por responder de forma diligente y unida al mayor hecho desestabilizador de nuestro país tras el 23F.
Hubo un 15M que quiso cambiar las cosas, en el que España salió a la calle y gritó por un cambio radical, pero que, a la postre, no cambió nada, porque los partidos que canalizaron aquel descontento han reproducido en las instituciones a las que accedieron los vicios que denunciaban y muchos de sus líderes se han convertido en la casta que decían combatir.
Hubo en fin, y salvando las distancias, varios proyectos de partido que venían a romper con el bipartidismo y a regenerar la vida política, que terminaron o están en vías de terminar en la cuneta, carcomidos por los mismos vicios que vinieron a denunciar.
No ha habido regeneración democrática, y tampoco ha aumentado la democracia interna en los partidos, salvo pequeñas operaciones de maquillaje, hasta el punto de que, en el seno de lo que deberían ser auténticas escuelas de democracia, se perdonan antes las corruptelas que la discrepancia.
El acuerdo entre políticos de distintas ideologías solo se alcanza con facilidad si se trata de mejorar sus particulares asignaciones económicas. Hay un desprecio hacia la época de la transición y la política de consenso. La polarización es un hecho que ha contaminado a la ciudadanía, la única capaz de cambiar este orden de cosas, y la ha anclado en el 'conmigo o contra mí', en la comodidad de la cultura del 'like' y en la ausencia de pensamiento crítico.
Demasiadas inercias, demasiados intereses en contra. No sé cuál puede ser la fórmula idónea. Daría para otro artículo. Lo que sí defiendo es la necesidad de hombres y mujeres que vivan la política como servicio público, elegidos por su valía personal y capacidad de compromiso, no por su cercanía al líder; con sentido común y visión de Estado, capaces de derribar muros y de construir puentes, de alcanzar acuerdos con los adversarios en beneficio de todos, y de discrepar libremente aunque les amenacen con el 'destierro'.
Entenderán ustedes mi orfandad.
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