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Nací en un momento en el que el mundo estaba dividido entre buenos y malos. El fin de la II Guerra Mundial dejaba clarísimo que los buenos eran los americanos, seguidos de cerca por ingleses y franceses, y los malos, los perdedores: alemanes y japoneses, ... sobre todo, con los italianos por allí cerca, aunque su postrero odio a Mussolini los dejaba en un curioso purgatorio. Lo de los rusos era más difícil de explicar. Vencedores, como aliados, gravitaba sobre ellos la espada de Damocles del comunismo. En España no podían ser buenos si eran comunistas. Y como tampoco llegaban hasta nosotros películas y novelas en las que fueran héroes, pues eso, parecían otra cosa.
Entre nosotros, eso de los malos y los buenos estaba más claro que el agua. Los buenos eran los que habían ganado la guerra civil, es decir, los de Franco; y los malos, los que la habían perdido. A ningún niño que fuera a la escuela en los años cincuenta se le pasaba por la cabeza otra cosa. Si se hablaba de atrocidades en la contienda, eran las producidas por los rojos, color con el que, como todos sabemos, se identificaba la ideología de los malos. En mi casa, de cierto pasado republicano, como en la de tantos otros niños, ni una palabra oí en contra de los vencedores; bien sabían cómo las gastaban. Silencio. Hasta llegar a la universidad no supe nada, o casi nada, de venganzas falangistas, fusilados en zanjas, millones de exiliados, salvajes censuras, libros prohibidos... Sí, vale, también eso hicieron los malos, y crímenes peores, nos decían.
Escribía Mesonero Romanos que en España siempre tenía que arder algo: o velas o conventos. El franquismo nos inundó de velas, procesiones, palios, autos sacramentales, novenas, primeros viernes de mes... ¡Cómo no íbamos a ser nosotros los buenos! Añadan a eso la evidencia que nos daba el cine: los malos eran siempre los indios, y los buenos, los americanos. No podía ser de otra manera. Y no digamos la cantidad de películas de guerra que veíamos por entonces. ¿Qué otros podían ser los malos sino «las ratas amarillas», «los hijos del sol naciente», o esos que se inmolaban con los cazas Zero? Crecimos en una dicotomía brutal, de la que participábamos todos. Hasta creadores con pasado rojo, como Boixcar, el dibujante de 'Hazañas bélicas', nos enseñó con sus espléndidos dibujos quiénes eran unos y quiénes otros. El pobre, para curarse en salud, situaba sus historias en Europa central o en el Pacífico, para mantener la dicotomía entre buenos y malos, lejos de una España que no terminaba de salir de su larguísima postguerra.
Y así, durante muchos años. Tantos, que parecía imposible salir de esos tópicos. Solo la transición política mostró otra cara de una realidad a la que nos costó acostumbrarnos. En la mayoría de las casas, cuando vino la predemocracia, se hacían cruces al ver a Santiago Carrillo en el Congreso. Y a la Pasionaria. Y a Alberti... ¡Son comunistas! Oíamos decir. También se tardó lo suyo en aceptar a los socialistas (como Azaña, Machado o Casares Quiroga), pero esos rojos parecían menos rojos. Sin embargo, fueron muchos los que empezaron a dudar de aquella drástica división entre buenos y malos. La democracia marcaba otros pasos. Se produjo algo que el gran Genovés plasmó como nadie en 'El abrazo'. Vivimos unos años de concordia, en los que los malos toleraron las cosas de la Iglesia, no cambiaron casi nada cuestiones latentes desde la guerra civil como las fosas comunes, mantuvieron celebraciones que olían a polilla. Los malos pasaron a ser 'los otros', y los buenos... los buenos seguían creyéndose garantes de la verdad, la decencia y la españolidad. Pero aprendieron a convivir.
Hasta hoy. Si echamos una mirada a los medios de comunicación de estos últimos tiempos comprobaremos que la dicotomía de buenos y malos ha vuelto. Las persistentes diatribas en el Congreso y fuera del Congreso, recuerdan de manera indeleble a la preguerra española. Y eso me produce pavor. Los buenos han añadido el calificativo de 'comunista' a los aliados en el actual gobierno, venga o no venga a cuento. Como el ser amigos de etarras, cuando hace más de diez años que la banda armada dejó de actuar. Da igual. Mientras, los malos acusan a los buenos de aliarse con quienes aún se creen aquello de 'por el imperio hacia Dios', y se niegan a ponerse vacunas. ¡Señor, Señor! ¿Qué habremos hecho los españoles para merecer esto?
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