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No era rey sino príncipe cuando Felipe VI visitó el Puerto de Cartagena. Tras la presentación del consejo de administración, la explicación sobre la gran maqueta de las infraestructuras y gestión de la Autoridad Portuaria y el saludo de rigor a los trabajadores, llegó la hora de que su Alteza firmara en el libro de honor. Fue entonces cuando le sugerí, a pesar de que los de protocolo de la Casa Real la habían descartado ya que al no ser estilográfica y necesitar tinta podía echar un borrón y ser captado por los medios de comunicación presentes, utilizar la misma pluma de oro imitando la de un ave con la que su tatarabuelo, el rey Alfonso el Doce, rubricó el acta de recepción de la explanada-muelle que lleva su nombre, y que después de tantos años y tantos acontecimientos seguía a buen recaudo en la caja fuerte de la Autoridad Portuaria. Don Felipe pidió verla y, encantado por su belleza e historia, solicitó un tintero, mojó su punta y con determinación firmó sin derramar una sola gota.

Han pasado los años, y con más luces que sombras, nuestra monarquía ha ido consumiendo etapas. Don Juan Carlos, tras una aventura fallida entre elefantes, y después de pedir perdón, abdicó, y el Príncipe, Don Felipe, accedió a la más alta magistratura del Estado, a pesar del incumplimiento de la Pragmática Sanción que obliga, desde los tiempos de Carlos III, a renunciar a la sucesión al trono a aquellos que contrajeran matrimonio morganático. La crisis institucional quedó resuelta y el nuevo Rey empezó su andadura con un estilo diferente, con un decidido afán por mostrar ejemplaridad y un claro propósito de seguir defendiendo la institución monárquica como garantía constitucional de paz, progreso y convivencia. Su discurso contra el desafío separatista en defensa de la Constitución fue impecable y justificó, frente a muchos, la necesidad de nuestro reyes.

Aquel borrón que su Alteza evitó en el libro de honor del Puerto lo ha dejado ahora su augusto padre en la página que, con tanto trabajo y afán, está escribiendo su amado hijo. Cuánto desgarro, cuánto sinsabor, cuánta deslealtad está padeciendo el Rey para intentar que ese borrón no se extienda e inutilice toda la página que nuestro monarca tiene obligación de escribir día a día

El Rey emérito, al que nadie puede negar su papel fundamental en el cambio de régimen y en el asentamiento de la democracia, ha ido viendo cómo su prestigio se derrumbaba por culpa de sus trapacerías. Y el caso es que todos o casi todos -presidentes del Gobierno, ministros, altas autoridades del Estado, incluso su mujer y sus hijos, y, por supuesto, el pueblo llano- sabíamos de las fullerías de nuestro antiguo monarca. Pero unos, por aquello de agradecerle su indudable protagonismo en la Transición, otros por su papel definitivo, como nos han hecho saber, en el fatídico golpe de Estado, otros porque cuanto peor mejor, y su familia por aquello de seguir disfrutando de las prebendas propias de la Familia Real, todos hemos mirado hacia otro lado consintiendo que Don Juan Carlos hiciera en cada momento lo que le diera a su real gana.

Ahora hay que arrimar el hombro para defender contra podemitas, separatistas republicanos, filoetarras y demás gente no fiable, capitaneados por don Sánchez, a la tan necesaria institución, la que garantiza el progreso, la paz, la concordia y la convivencia de los españoles. Pero confieso que a mí, monárquico institucional que desde siempre he apostado por que la Jefatura del Estado no dependa de los votos que en España son antesala de división y enfrentamiento, me cuesta trabajo remar en ese sentido porque, siendo sincero conmigo mismo, debo reconocer que los borbones franceses, desde Felipe el Quinto, han sido un lastre para España. Pero es lo que tenemos, no nos queda otra y a ese palo mayor habrá que amarrarse mientras dure la tormenta y podamos volver a navegar con la mar bonancible.

¡Menudo borrón el del Borbón!

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laverdad El borrón el del Borbón